‘La regla del juego’ (‘La règle du jeu’, Jean Renoir, 1939) supone, mucho antes de aparecer la denominada modernidad, etiqueta que los necesitados de las mismas implantan en la época 1955/65, el inicio precisamente de la misma, en un año realmente crucial para muchas de las cinematografías, sobre todo la estadounidense. Cuando directores como John Ford o Raoul Walsh abrían nuevos caminos a géneros que terminarían de perfilarse en años posteriores, en Francia Renoir realizaba una de las películas más libres que existen.
Un film que aún a día de hoy sigue descubriendo nuevos matices, incluso siendo más actual que entonces, siendo todo un fracaso, rescatándose el film veinte años después, con el propio Renoir haciendo el montaje de su film a pesar de algunas secuencias perdidas. La diferencia, tan de moda ahora, entre la clase alta y la clase pobre, entre amos y criados, a través de una farsa llena de una ironía demoledora, y bajo cuya superficie reside un retrato de la condición humana, de las pasiones más bajas y de las siempre horribles apariencias.
La celebración del amor
Al igual que en su laureada ‘Una partida de campo’ (‘Partie de campagne’, 1936) todo el argumento de ‘La regla del juego’ navega alrededor de una celebración/reunión que, en este caso, tiene lugar en un castillo. En el mismo, amos y criados, hombres y mujeres, enamorados y rechazados, tienen una serie de encuentros, de idas y venidas, tal y como si fuese la misma vida, con su ritmo, con sus inesperados trámites. Todo ello a partir de la proeza con la que da comienzo el film, la de un piloto que ha cruzado el Atlántico en avión en 23 horas, y lo ha hecho como muestra de amor.
Un amor que el considerado héroe nacional profesa a Christine de la Cheyniest (Nora Gregor), la dueña del lugar, casada con un hombre que también atiende a otros placeres carnales. Ambos señores de una gigantesca casa en la que también criados quedan expuestos, sin piedad, reitero, como en la vida, a los caprichos de un sentimiento sobre el que se han escrito toneladas y toneladas de sudor, pero que escapa a toda comprensión, y sobre todo, a cualquier intento de encerrarlo dentro de una lógica, como a veces ilógica parece la película.
El gran François Truffaut llegó a decir sobre el film que al verlo daba la sensación de estar vivo, de que el espectador estaba siendo testigo justo en el preciso momento de ser filmado. Una muy concisa y acertada forma de definir una película en la que Renoir tuvo que reescribir por completo un guion que no se ajustaba al casting elegido, dejando a sus actores libres, con una cámara aún más libre aprovechando la profundidad de campo, entre otras cosas, muchos años antes de que la Nouvelle Vague irrumpiese con fuerza en el cine mundial.
El juego de las apariencias
Más que libre, la cámara de Renoir incide en personajes todos llenos de matices, abocados a un bien visible y latente juego de espejos, las dichosas apariencias tan de moda en la actualidad, y al que la cámara proporciona no pocas alegorías, dada su condición de herramienta visual que puede deformar o disfrazar aquello que enfoca –atención a la sutil secuencia en la que Christine observa por unos prismáticos a su marido con otra mujer, pero no mostrando la realidad de lo que realmente pasa−, encuadrando a sus personajes muchas veces al límite, casi como hermanándolos con la realidad que hay fuera de la ficción cinematográfica.
Si en nuestra España un director como Luis García Berlanga era capaz de reunir en el mismo plano a un montón de personajes hablando y que todos entendiéramos lo que decían, Renoir hacía gala del mismo control en ‘La regla del juego’, en la que llegan a coincidir hasta quince personajes en el mismo encuadre, todos hablando diferentes cosas. Una muestra más del ritmo endiablado, no marcado, de una película que enfrenta, para al final mezclarse, las máscaras de los amos y los bajos instintos de los criados, en lo que parece una caza sin mayor objetivo que el disfrute del juego en sí.
Un héroe perdido a una ingenuidad, la del amor puro y verdadero, fantasía de todo enamorado, sea amo o siervo. La no identidad de unos personajes perdidos en los albores de una gran guerra que estaba por venir y que marcaría poderosamente a una nación. Y la mentira como alimento de las masas, a todos los niveles. Una mentira que Renoir se encarga de subrayar –no por casualidad el director se reserva un muy crucial personaje− estampando una muy dura verdad: que absolutamente todos entramos en ese juego de la farsa, de la apariencia, de no dejarse influenciar. Todos somos unos mentirosos y la única regla es precisamente fingir a través de falsa educación.
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