En 1931, Aldous Huxley cambiaría la historia de la ciencia ficción del siglo veinte publicando la distopía (para quien no lo sepa: el opuesto a la utopía) que más ha terminado definiendo el otro lado del siglo veinte.: la de la felicidad eterna, las promesas de paz y de un buen rollo inquebrnatable.
Mientras que la imaginación de Orwell daba voz y amplificaba los terrores de los régimenes totalitarios y siniestros, la novela de Huxley jugaba con un elemento clave.: el buen rollo como fuente de aislamiento psicológico y de cegamiento acrítico. De hecho ¿qué pasaría si no hiciera falta prohibir los libros de historia o los libros subversivos, o la libertad de expresión, porque nadie estuviera interesado en ella?
Consciente de los peligros nihilistas del entretenimiento y del abrazo acrítico a la incultura, también del punto en el que el espectáculo prolongado nos convierte en pasivos, la distopía de Huxley está entre las principales renovadoras de una idea maravillosa.: el buen rollo es, ante todo, una forma de dominación eficaz.
Herederos de esta tradición, George Clayton Johnson y William Nolan publicaron una novela que fue adaptada al cine con éxito, la estupenda ‘La Fuga de Logan’ (Logan’s Run, 1976) describía un mundo donde la población tenía una edad hasta la que vivir, pero, a cambio, recibía un estilo de vida de triunfo y tremendo buen rollo. De hecho, la rebelión de su protagonista será cuando descubra lo que hay tras el aparentemente genial ritual de iniciación. La revelación de la película es ¿y si nos permiten divertirnos para que no pensemos en lo que no nos permiten repensar?
No es la única, más recientemente ‘La Isla’ (The Island, 2005) la más interesante de todas las películas de Michael Bay, escrita por Alex Kurtzman y Roberto Orci, proponía una extraña sociedad subterránea de clones en la que estos no podían más que mantener contaco en espacios reservados a modo de bares de diseño sofisticados. Cuando los clones descubran su condición limitada, vivirán una aventura de acción algo más convencional, pero por el camino hay ideas magníficas.: el descubrimiento, extrañado e infantil, del verdadero sexo como algo extraño de dos perfectos clones acostumbrados a la experiencia del simulacro.
Pensando en el tremendo éxito que anda teniendo el programa de Telecinco, La voz, la variación última de nuestro ideal de futuro (el éxito, la espectacularización del éxito como la conversión instantánea en estrella del pop bajo un jurado exigente) cuando recordaba la propuesta maravillosa del periodista, escritor y guionista Charlie Brooker, en la magnífica ‘Black Mirror’ (2011), miniserie de tres episodios que propone variaciones de ciencia ficción para estos tiempos hiper-activos.
En su segundo episodio, 15 millones de méritos (15 Milion Merits), Brooker recoge el testigo de la tradición imaginativa que empezara Huxley y los adapta a un tiempo en el que el reality show en clave musical es uno de los espectáculos definitivos en la era de la fama, al tiempo que los suma a la estética de logros y de me gusta y de perfiles que, desde los Sims pasando por xbox Live y la mímica Wii, hemos visto potenciar.: nuestra identidad como avatar simpático que ya sea en internet o en Habbo City se dispone a sumar puntos.
En el futuro hiperconsumista dibujado por la serie, la identidad se diluye por la invasión publicitaria abusiva de los espacios de trabajo y comunicación, y el único objetivo pasa por la pantalla y por la expresión de la fama en el reparto más inquietante de los minutos de gloria. La sátira de Brooker es, a veces, de un trazo grueso, pero sus ideas memorables (expresadas en el diseño de producción en este segundo episodio) permiten imaginar un mundo donde precisamente no cabe imaginar otra historia de amor. El videocontrol es una forma aceptable de consumo (de pornografía, de programación televisiva) y con lo cual parece legitimado, de nuevo, alejado de una forma opresiva de estado. Pero ¿quién necesita al estado teniendo aparatos (perfectos) de diversión?
La pregunta que se formula el episodio de Brooker es inquietantes. ¿Quienes son los dueños de las historias de amor? Dicho de otro modo: ¿los que escriben las historias de amor, nuestros sentimientos, son los narradores y los poetas o son, más bien, los publicistas y los productores de televisión? De ser así ¿podemos sentir al margen del ruido, al margen de la cultura de la diversión y el buen rollo que tan bien ejemplifican los veraniegos anuncios de cerveza y las conmovedoras historias de triunfo y cantantes?
¿Podemos nosotros todavía narrar y hacer nuestra vida al margen de la publicidad?
Muchas preguntas. Puede que haya respuestas. Eso sí, después de la publicidad.
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