Uno de los escenarios con más potencial de ser calificado como "paradójico" que podemos encontrarnos a la hora de enfrentarnos a un largometraje es el que nos sitúa en un estado simultáneo de repulsión y fascinación; una suerte de choque o contraste emocional en el que percibimos nuestro estómago revolviéndose mientras, al mismo tiempo, nos es imposible no maravillarnos ante los diversos logros cinematográficos que se suceden en pantalla.
Este tipo de reacciones suelen darse con esas grandes películas, formal y narrativamente exquisitas, que denominamos "difíciles de digerir". Es precisamente en esta peculiar definición en la que encaja perfectamente la extraordinaria 'La chica de la aguja', el tercer trabajo de Magnus Von Horn que ha llegado a nuestras salas de cine tras competir merecidamente por el Oscar a la mejor película internacional en la recién terminada temporada de premios.
Por supuesto, los motivos que hacen que una producción o sea apta para todos los paladares o sensibilidades no llegan desde una sola dirección, y el título que nos ocupa lo ilustra a la perfección, siendo el primero de ellos —y, probablemente, el que más peso tenga— la trama basada en un caso real ocurrido en la Dinamarca de finales de 1910, cuando una niñera asesinó a varias decenas de niños, incluyendo a su propio hijo, de un modo particularmente atroz.
Horripilante realismo mágico
Con esta base histórica, el director y su coguionista Line Langebek Knudsen huyen de las fórmulas del biopic para trasladar estos hechos a la más estricta ficción en una suerte de thriller dramático que no duda en coquetear con algunos cánones del terror más seco y atmosférico, y que introduce en la coctelera un puñado de elementos tonales y estilísticos que, contra todo pronóstico, funcionan a la perfección.
Porque el relato, ambientado en una Copenhague de posguerra retratada como si de un escenario distópico entre lo industrial y lo rural se tratase, se mueve por los terrenos de un realismo mágico turbio, sórdido y oscuro que bebe de las claves visuales de los grandes clásicos del expresionismo alemán e, incluso, de clásicos como la 'Freaks' de Todd Browning para meterse bajo la piel de un modo particularmente incisivo y sin ningún tipo de prisa.
Este es, precisamente, el segundo motivo que hace que 'La chica de la aguja' no sea apropiada para todos los paladares, porque una vez superado el impacto de su árido sadismo hacia el espectador, la dureza del cine nórdico hace acto de presencia a través de un Von Horn que inyecta un ritmo reposado destinado a asfixiar y atormentar al patio de butacas muy poquito a poco.
A pesar de lo efectivo de este recurso, que exprime cada plano y cada encuadre hasta las últimas consecuencias, los 115 de metraje del filme terminan antojándose más largos de lo que realmente son, especialmente durante una segunda mitad del segundo acto demasiado dilatada, pero cuya exigencia conduce hasta un tercer acto implacable y poco menos que brillante.

No obstante, si algo debo elogiar de esta atroz obra de arte, por encima de la dirección y puesta en escena de Von Horn, y de una interpretación descomunal de Victoria Carmen Sonne, esa es la labor del director de fotografía Michal Dymek. El polaco, que este año ha hecho doblete con 'A Real Pain', da forma a una colección de imágenes de pesadilla que encierran una belleza arrebatadora armado con una relación de aspecto de 1.50:1 y un blanco y negro poderosísimo, dando como resultado una experiencia hermosa y terrorífica a partes iguales.
Es, en última instancia, este contraste, que casa a la perfección con la dualidad presente en el ser humano que sirve de objeto de estudio y con su peculiar visión de la maternidad, el que eleva a 'La chica de la aguja' hasta convertirla en una de las grandes películas de este curso cinematográfico, y el que invita a armarse de valor, respirar profundamente, y enfrentarse a sus horrores. La recompensa termina siendo infinitamente mayor que el necesario sacrificio.
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