Para muchos de nosotros resultaba extraño que un director como Wayne Wang, firmante de obras como 'El club de la buena estrella' o 'Smoke' (que no me parece una buena película pero le reconozco aciertos), acabase en Hollywood realizando films carentes de la más mínima esencia, proyectos como 'Sucedió en Manhattan' o 'Last Holiday', que más bien parecen pensados para directores mucho menos personales, al estilo de Andy Tennant o Howard Deutch, por citar sólo dos ejemplos. ‘Mil años de oración’ es un regreso a las raíces de Wang, un caminar por senderos ya transitados por este cineasta, recuperados al parecer con la anterior ‘La princesa de Nebraska’.
‘Mil años de oración’ está filmada en Norteamérica, y es éste un marco que le viene de perlas a Wang para contar su historia. Un hombre chino se reencuentra con su hija residente en los USA tras muchos años de separación. Un reencuentro que servirá para que ambos se conozcan mejor y tengan la posibilidad de derribar las barreras generacionales que les separan, aunque para ello tengan que hacerlo en una tierra que no es la suya.
Es la película un viaje de un hombre no sólo a través de un país desconocido para él, sino a través de alguien por cuyas venas corre su misma sangre, su hija, la cual resulta tan extraña y diferente como el suelo que pisa. Wang nos habla, al fin y al cabo de las sempiternas diferencias que existen entre padres e hijos, de la incomunicación de ambos, producida en este caso por los silencios y engaños de años pasados. Silencios que parecen resucitar en el presente, producto esta vez del mezclar la indiferencia de una mujer demasiado dolida y apartada de sus raíces, que ni repara ni se interesa demasiado por detenerse a escuchar la voz de su padre, a quien sigue viendo como antaño: un hombre que calla sus secretos a su propia familia, y que prefiere mirar a otro lado antes de verse involucrado en problemas. Un hombre que ha regresado para conocer de verdad a su hija, pero que en cierto modo lo hace desde la actitud que ha tenido siempre hacia ella.
Es ‘Mil años de oración’ una película en la que los silencios y las miradas dicen más que las palabras, y éstas incluso carecen de valor. Wang aprovecha al máximo sus actores, Henry O y Faye Yu, que dan vida a padre e hija respectivamente, y les somete al cruel juego de tener que comunicarse sin decirse nada, y viceversa, de querer hablarse con palabras, pero éstas resultar mucho más inútiles de lo deseado. O está realmente soberbio en su papel, un hombre calmado, observador, atento a todo lo que le rodea, con mucha experiencia en su vida, pero incapaz de comunicarse con su propia hija, y no teniendo el más mínimo reparar en entablar amistad con una persona de su edad y de una cultura totalmente diferente, llegando a expresarle alguna de sus intimidades. En ese momento el film incide en algo realmente interesante, y lo hace con total naturalidad y realismo, el hecho de que dos personas que no se conocen de nada pero mutuamente congenian pueden compartir cosas lejos de las ataduras que suponen las decepciones pasadas, estando libres de prejuicios y posibles antipatías. Se enfrenta esto a la relación que el personaje central tiene con su propia hija, la cual también es una desconocida por culpa de un distanciamiento provocado por hechos pasados que ahora pesan como una losa.
Yu parece cargar con un personaje menos complicado y un pelín más tópico, y por momentos da la sensación de que el film lo descuida por querer centrase demasiado en del padre, y en algunos momentos su actitud parece no estar demasiado justificada. Aún así, la actriz transmite muy bien la soledad de su personaje, y la decepción que supone vivir una vida diferente a la que tal vez soñó, y el hecho de tener que enfrentarse a su padre, un capítulo del libro de su existencia que pensaba no tendría que volver a abrir.
Son ambos actores los únicos que llenan realmente la película, arropados muy tangencialmente por secundarios que cumplen sin más, sin osar ensombrecer lo más mínimo la historia que realmente importa. Una historia de encuentro entre los dos extremos de una misma cultura, de una misma familia, en la que Wang se explaya a gusto, sin regodeos, sin prisa y también sin calma, encontrando un perfecto equilibrio. Tal vez en su parte final, el film quede algo difuso, algo incompleto, y rozando la sensación de que apenas ha pasado algo, pero es simplemente una vuelta al principio tras atravesar un capítulo esencial en la vida del personaje central que se resigna a seguir siendo como siempre.
'Mil años de oración' ha tenido una de esas lamentables distribuciones que películas pequeñas como ésta acostumbran a tener en nuestro país. Al menos ha sido en versión original, pero el hecho de que haya llegado a pocos lugares es para quejarse una vez más.