Hace casi cuarenta años que España no se llevaba el Oso de Oro del festival de Berlín. En 1983 fue Mario Camus y ‘La colmena’. Ahora es Carla Simón, que demuestra que las sensaciones que dejó con ‘Verano 1993’ no fueron un espejismo y rueda con el genio, la elegancia, la habilidad y el nervio de una maestra del cine. Cada plano de ‘Alcarràs’ es naturalismo y belleza durante un verano, probablemente el último de una familia de Lérida que ve cómo el mundo moderno quiere dejarles sin su modo de vida.
Vaya melocotonazo
Carla Simón podría haber planteado esta historia como un terrible drama entre dos mundos, el rural y el urbanita, pero en su lugar ofrece, por pedante que suene, una tesis sobre las relaciones humanas. La familia de ‘Alcarràs’ es fundamentalmente humana: se tira a la piscina entre risas, va a las fiestas mayores, se pelea, se aleja, se quiere, se intenta comprender. Es un verano rural encapsulado en dos horas, con todo lo que ello conlleva.
Si en ‘Verano 1993’ Simón nos mostraba el punto de vista de las niñas protagonistas, en ‘Alcarràs’ amplía las miras, creando un relato intergeneracional. Vemos un conflicto afrontado desde la dulzura de la infancia, la transgresión de la adolescencia, la frustración de la madurez y la resignación de la vejez: el cambio continuo de puntos de vista aporta capas y personalidad a cada una de las personas que habitan en esa casa. Es desolador y al mismo tiempo esperanzador.
Y en el centro de todo, Quimet, un hombre complejo que trata de ser justo dentro de su rudeza, dando amor y apoyando a los suyos, en conflicto eterno con su hijo, que quiere seguir sus pasos pero a su manera. Quimet es un revoltijo de sensaciones: es la revolución mal interiorizada ante la problemática sin salida, el final injusto e inexplicable, la negativa a comenzar desde cero tras tener una vida ya hecha. Es tan difícil ser él como aguantarle, y su actitud distancia a la familia, aún sabiendo que es una pieza indispensable de la misma.
Supertazos y paneles solares
Se nota cuando alguien está hablando desde las entrañas porque es capaz de pintar matices y detalles que otros quizá habrían pasado por alto. En la primera escena, los niños de la familia Solé juegan en un coche abandonado con tazos ya desgastados pegados en la luna, una manera perfecta de situar la narración de la historia en la actualidad y abandonar los 90 de su película anterior: un coche con tazos no solo es un coche que se debe llevar la grúa, es un detalle muy específico que convierte una escena que podría ser impersonal en una vivencia. Todas y cada una de las escenas de ‘Alcarràs’ tiene detalles que las hacen sobresalir y ganar en realidad.
No quiero que suene a cliché, pero ‘Alcarràs’ respira vida. Los personajes de esta familia viven frustrados, se equivocan, cuchichean, se decepcionan, se separan: es su imperfección, las risas y la complicidad lo que hace que la película no sea un simple drama rural, sino una historia sencilla tan solo en apariencia. Tras esta película hay un trabajo de auténtica orfebrería, en el que cada plano tiene algo que contar, y en el que cada nueva escena te ayuda a entender mejor la compleja red de relaciones, cariños y cuidados de la familia.
Una familia que está a punto de tener que dejar de lado su plantación de melocotones por culpa de los paneles solares que su antiguo amigo y vecino Pinyol quiere poner en su lugar. Pinyol es casi un enemigo invisible, que sobrevuela la película y cuya percepción cambia según el miembro de la familia que trate con él: el abuelo le lleva higos en honor al trato que tenía con su padre, Quimet prefiere liarse a puñetazo limpio, y los chavales… Bueno, los chavales fantasean con dejarle un aviso al mejor estilo de ‘El padrino’ rural. La tradición, la frustración y la rebeldía enmarcados en cada uno de sus actos.
El verano ya llegó
‘Alcarràs’ es una película que transmite sol, sudor, refrescos y sombreros, trabajo duro, piscina y juegos, pero que, al mismo tiempo, nunca termina de reflejar de manera totalmente fiel la vida en el campo. Es una versión de la recogida de frutas mágica. Dura, injusta, pero también idílica y algo nostálgica, un lugar en el que, por ejemplo, los inmigrantes son tratados de forma despótica pero no esclavista.
Y esto no es algo negativo: la película no pretende en ningún momento sentar cátedra sobre lo que es vivir en el campo en 2022, sino hacer el mejor retrato posible de una familia feliz pero inquieta a punto de perderlo todo debido a la llegada de una modernidad que copa su lista de problemas. Sí, tiene un tinte reivindicativo, pero es el que peor funciona, un par de brochas gordas en lo que por otro lado es una película finísima y sutil.
Ahora bien, la pregunta del millón: ¿Te gustará si no te gustó ‘Verano 1993’? Puedo equivocarme, pero la respuesta es que no. El estilo de su directora es tan propio que en ambas películas tienen similitudes en el tono y el montaje insalvables. Ahora bien, si disfrutaste con su ópera prima, no te puedes perder ‘Alcarràs’, una obra a la altura de lo que esperábamos de Carla Simón.
En resumidas cuentas
‘Alcarràs’ es amor y cariño, pero también desesperación y frustración. Es una película bellísima, naturalista y humana que encapsula un verano agridulce desde diferentes perspectivas basadas en la experiencia vital. Una obra cumbre del cine español que será recordada y reivindicada en años venideros. Qué suerte tenemos de tener entre nosotros a Carla Simón.
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