“Mira Danny, puedo soportar las balas, las bombas y la sangre. Y no quiero dinero ni medallas. Lo que quiero es que te cuadres ahí con tu amariconado uniforme blanco y me muestres un poco de jodida cortesía. Pidelo educadamente.”-Coronel Jessup
El cine de juicios, ese en el que gran parte de la trama se desarrolla dentro de una corte o juzgado, es uno de los sub-géneros más populares que existen. Se situaría dentro del cine de no género, es decir lo que algunos llaman dramas. Pero también puede tener un tono de cine criminal, o melodramático. Existen cientos de casos, algunos célebres y otros plagados de clichés. Y es que ya no resulta fácil, a estas alturas, sustraerse de testigos sorpresa, golpes de efecto manidos y giros de trama mil veces vistos. Pero algunos lo logran, aunque sea basándose en textos teatrales, como es el caso. ‘Algunos hombres buenos’ (Rob Reiner, 1992) podría ser, quizá, una de las películas judiciales más sólidas y perfectas que se han hecho. Y si hablamos del sub-sub-género de los consejos de guerra, tal vez la mejor.
Basada en una exitosa pieza, que arrasó en los escenarios, escrita por el a veces genial Aaron Sorkin, que redactó a su vez el guión, esta película fue una de las pocas en discutirle al ‘Sin Perdón’ de Clint Eastwood el título de mejor película americana del año. Y no es para menos: brillantísimo drama judicial, de soberbia factura, dirigida con mano de hierro por el artesano Rob Reiner, que firma aquí la que es de lejos su mejor obra, después de demostrar su talento en ‘Misery’ o ‘La princesa prometida’, y antes de echar por tierra su buen nombre con cosas como ‘The American President’ o ‘Alex & Emma’.
Un reparto formidable y sin fisuras
En esta película, con una trama tan visualmente estática, tan basada en los diálogos, era imprescindible contar con un grupo de intérpretes solvente y en plenitud, y el reparto supera el desafío con creces. En él brilla con luz propia, como suele suceder cuando le dan papeles de esta potencia, un grandioso Jack Nicholson, que aparece en cuatro secuencias pero da la sensación de no abandonar nunca la pantalla. Su coronel es una lección magistral de interpretación, y a su lado el resto de actores no desfallece ni se sitúa a menor nivel. Incluso una actriz a menudo mediocre, como es Demi Moore, sorprende por su versatilidad y su buena presencia. Junto a ella, el siempre sobrio Kevin Pollak, que por entonces había hecho pocas películas, demuestra por qué siempre ha sido un secundario de renombre.
Pero hay bastantes más. Kevin Bacon, que es un excelente secundario y un mejor principal (aunque pocos le reconocen esto último), borda un papel que sobre el papel presenta pocos matices y escasas posibilidades de lucimiento. Un Kiefer Sutherland de veintiséis años está impresionante como el teniente y lameculos del coronel, tan abyecto como brutal. El tristemente fallecido (por un fulminante ataque al corazón a los 55 años) J.T. Walsh es el perfecto reflejo atormentado del despiadado coronel de Nicholson. Y por ahí también vemos al ahora bastante conocido, y oscarizado, Cuba Gooding Jr., o al siempre agradable y en su papel Noah Wyle, que después de esto triunfó en la ya mítica serie ‘Urgencias’.
Sin embargo, pienso que el verdadero corazón de la película es un deslumbrante Tom Cruise, que venía de protagonizar la flojísima (como no podía ser de otra manera, pues está dirigida por Ron Howard) ‘Un horizonte muy lejano’, y la horrenda (por decir algo suave) ‘Días de trueno’. Aquí Cruise asombra con una de sus tres mejores interpretaciones (sobre otra de ellas hablaremos muy pronto…), la del fanfarrón, brillante y voluntarioso teniente Kaffee, porque Cruise, por entonces, era un actorazo en plenitud absoluta, que aún no había caído en el declive que le produjo el exceso de fama y poder, y que por tanto se preocupaba más de llevar a cabo trabajos sobresalientes, como éste, que de embolsarse millones o de acatar las órdenes de su secta.
Está tan bien Cruise, que sostiene de tú a tú la secuencia con el gran Nicholson, y con entereza absoluta. Tanto es así que no hay diferencia de nivel entre los dos. No hay ni un gesto, ni una réplica ni el menor detalle en su interpretación que no esté controlado férreamente por su instinto y su control absoluto de sus herramientas de actor. Incluso a pesar de su aspecto pulcro de abogado, sabe darle a su personaje una verosimilitud admirable. Mucho más que la que le dio a su otro abogado, Mitch McDeere, en la torpona ‘La tapadera’.
Una historia sobre la dignidad
Reiner dirige con estilo sobrio, sin falsas componendas, pero también sin concesiones, esta historia de orgullo militar, traiciones y dignidad humana. Una historia que tiene como trasfondo la base naval de Guantánamo que los Estados Unidos usan en Cuba para mofarse de los comunistas y del mundo. De modo que no se le puede pedir mayor vigencia, con la vergüenza histórica de los crímenes contra la humanidad allí cometidos en nombre de la Libertad, a esta película en la que los altos mandos del ejército no demuestran el menor escrúpulo de hacer valer su poder contra los más indefensos, y cuando se cometen errores, dejar a los que te sirvieron con valor tirados en el barro. Todo comienza con unos ejercicios militares tan vistosos como inútiles y termina con el arresto de un poderoso militar, pero ¿significa eso que estamos ante un panfleto antimilitarista?
En absoluto. La crítica que subyace bajo la trama es sutil, lo que la convierte en más efectiva. El ejército es tratado con respeto, pero ciertos sujetos reciben lo merecido, mientras otros aprenden lo que significa la arbitrariedad del poder, esa que algunos emplean, en teoría, para defender una nación, cuando en realidad defienden los propios intereses, aunque tengan que machacar al más débil. Tales ideas surgen, con exquisito gusto y sin énfasis, cuando Wainberg (Pollak) protesta porque abusaron del chico más débil de pelotón, lo que le indigna profundamente. Así mismo, no hay la menor alusión al régimen cubano, salvo cuando la ingenua abogada de Moore afirma que ellos defienden cierto muro, idea que pronto es rebatida con sinceridad por Kaffee.
El juicio se desarrolla veloz y sin la menor caída de ritmo (eso que no me cansaré en afirmar, una y otra vez, como la más genuina virtud del verdadero gran cine), los diálogos son certeros y magníficos, con personajes episódicos pero trazados con tiralíneas, en un crescendo admirable que concluye con uno de los diálogos más recordados del cine americano de los noventa, un enfrentamiento verbal que por muchas veces que se presencie pone la carne de gallina: la verdad frente a la hipocresía. Hasta los consabidos testigos sorpresa o giros tramáticos están tratados con singular sentido del destino, como si no pudieran desarrollarse de otra manera.
En suma, toda una joya del cine de juicios, que provoca, a cada nuevo visionado, más y más placer, y que es de obligada visión para todos los amantes (y hay muchos) del buen cine americano.
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