Tim Burton es uno de los directores más conocidos del cine norteamericano de las últimas dos décadas. Esto es un hecho indiscutible. Además, los grandes éxitos económicos que ha conocido en su ya larga carrera, le han proporcionado una libertad de movimiento en el fluctuante y resbaladizo Hollywood actual, con la que otros solamente pueden soñar. Para muchos, es un genio, cuyo sello en el cine fantástico es ya legendario, y no han sido pocos los que nos han pedido un análisis de su carrera.
Sin embargo, para quien esto firma, aún tratándose de un director de talento, en ocasiones brillante, su irregularidad (producto de sus mal calculadas concesiones a una industria implacable) me subleva para otorgarle, en lo personal, ese aura de grandísimo director que otros le dan sin pestañear. Sin ánimo de minusvalorar una trayectoria valiosa, afirmo sin dudarlo que su película más personal es ‘Eduardo Manostijeras’, que su película de madurez total es ‘Sleepy Hollow’, y entre ambas, la única película con la que ha tocado el techo de los maestros es ‘Ed Wood’, una excepcional obra maestra que emana infinito amor por el cine en cada uno de sus planos.
Cuando Scott Alexander y Larry Karaszewski, que juntos han desarrollado después una carrera más que digna como guionistas, entregaron su libreto de ciento cincuenta páginas a la productora de Tim Burton, jamás imaginaron que el célebre cineasta se haría cargo del proyecto, y que le inocularía una profunda identificación emocional, volcándose de manera tan apasionada y ajena a cualquier voluntad de lucimiento o divismo. Aunque con esta elección, Burton firmó su película menos rentable. Pero a nadie le importa esto, sólo nos importa con cuánto talento se nos narra la vida de este perdedor contumaz, de este bicho raro incurable.
Estos dos guionistas se acercaron a la figura del considerado “peor director de todos los tiempos” con cariño y respeto, pero Burton supo leer el magnífico guión (un regalo que muy pocos cineastas tienen la oportunidad de disfrutar) y llegar mucho más allá, estableciendo también paralelismos entre él mismo y el cineasta maldito, en su relación particular y hondísima con Vincent Price y Bela Lugosi, respectivamente. Dos iconos del cine de terror y de una época inasible e irrecuperable, que significa, a un tiempo, la mentira y la magia inasible del cine.
Porque la elección del blanco y negro (majestuoso, indescriptible trabajo del operador Stefan Czapsky, que firma un trabajo a la altura de los viejos maestros del cine clásico) es algo más que una mera decisión plástica (que aquí, por primer y única vez, sustituye los colorines habituales de su director, por una profunda verdad grisácea, negra y blanca), es, para empezar, un homenaje a un cine que ya no existe, y para terminar, la mejor forma de acercarse a una caterva de personajes estrambóticos, entrañables y desastrosos. Porque esto es una película de freaks (y en ese sentido, el guiño a la película de Tod Browning, en la secuencia de la fiesta fin de rodaje, es evidente) que viven en un mundo paralelo absurdo y melancólico.
Ellos, junto con Ed, son el alma de esta fiesta del cine (pues su fondo, su forma, su tema y su razón de ser es el cine) que es ‘Ed Wood’, pues son sus vidas, locas y miserables, lo que verdaderamente nos importa, y el núcleo vital de esta maravilla. Y entre todas ellas las vidas de dos criaturas patéticas y apasionantes: el propio Ed, claro, y Bela Lugosi. Al segundo lo interpreta un Martin Landau en el mejor papel de su larga y prolífica carrera, adueñándose del mito de Lugosi y dotándole de una fisicidad que nos hace palpable la tragedia de las estrellas caídas, de los artistas masacrados por un arte que vampiriza (nunca mejor dicho) y que no se merece el amor que muchos le dedican.
Poco importa, por tanto, que Ed Wood sea un director sin la menor formación artística, que no conozca nada de las difícilísimas disciplinas de la escritura de guiones, de dirección de actores, de producción cinematográfica. Lo que verdaderamente importa es su amor ilimitado por el cine, su entrega sin retorno a una actividad que condicionaría su vida para siempre. Pero no es que este bizarro personaje, interpretado con fuerte convicción y valentía suicida por un jovial Johnny Depp, tenga muchas oportunidades en la vida. Lleva sus hombros el estigma del fracaso desde su primera aparición.
Y es que aunque la historia parezca en un principio una comedia ligera sobre las calamidades del cine, pronto se revela una tragedia de hondo calado, cuyas cargas de profundidad hacen acto de presencia cuando la sonrisa más sincera se dibuja en nuestro rostro, el relato nos golpea sin piedad, mostrando una sordidez inesperada, perfilando sin piedad el paisaje desolador de la perdición de las drogas y la autodestrucción. Sin flaquear un instante, Tim Burton navega con gran sabiduría por las sendas de la sátira y de la tragedia, elaborando un mosaico cinéfilo que bebe de las mismas fuentes que enriquece.
Porque si empezamos con un plano aéreo de una maqueta que recuerda, de manera irrevocable, el comienzo de ‘Ciudadano Kane’, terminamos con unos platillos volantes que tendrán una auto-respuesta en la siguiente película de Burton (la inclasificable, y por eso fue un fracaso, ‘Mars Attacks’). Porque para el director de esta película (no, seguramente, para el director del remake de ‘El planeta de los simios’, aunque coinciden en su nombre), ambas imágenes comparten igual importancia en la historia del cine.
Ed Wood es un alter-ego maldito del propio Burton. Su reflejo en el espejo. La sensibilidad de Burton le permite acercarse a una figura artística que nunca conoció su éxito ni su celebridad, pero con la que comparte una debilidad por lo artesanal y directamente cutre que puede ser el cine. Su devoción por Vincent Price es la misma que la que tuvo Wood por Lugosi, aunque en la película se insinúe ese carácter vampírico de Wood al “usar” al anciano actor en sus películas. Construida como está la película en torno a su amistad, es un detalle más de coraje el sugerir que en cierta forma Wood se aprovecha de la pobreza y la desesperación de su ídolo.
En esta compleja y finalmente emocionante amistad, en los meandros de la dificultad extrema de la creación artística, en la supervivencia de la dignidad dentro de un mundo tan cruel y distante como necesario, se encuentran las respuestas a los enigmas de este milagro estético.
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