Críticas a la carta | 'Ronin' de John Frankenheimer

Críticas a la carta | 'Ronin' de John Frankenheimer
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La imagen que encabeza este texto pertenece a una de las secuencias más recordadas de ‘Ronin’ (id, John Frankenheimer, 1998), film que a finales de los 90 sorprendió por enfrentarse al moderno cine de acción desde una óptica más clásica, y que, en cierto modo, se adelantó a lo que más tarde veríamos en la saga Bourne, cuyas influencias del cine de los thrillers de los 70 es más que evidente. Pero antes de que Paul Greengrass de luciese con la espléndida tercera entrega de la saga, un artesano como John Frankenheimer nos dejó con la boca abierta con ‘Ronin’, que lejos de ser una gran película, sí es muy disfrutable —uno de los principales objetivos del séptimo arte creo que es hacer disfrutar al espectador—, y sirve de lección a otros directores con más millones en el banco, pero que de filmar acción no saben absolutamente nada.

John Frankenheimer jamás formará parte de la lista de grandes directores de la historia, llena de nombres repetidos hasta la saciedad. Pero sí forma parte de la lista de grandes artesanos, que lejos de dejar una huella imborrable en el cine, dejaron el suficiente número de películas, algunas de ellas imprescindibles, con las que honraron una profesión que con el paso de los años, y salvo excepciones, ha ido encaminándose hacia el abismo de la falta de personalidad, convirtiéndose en muchos casos en robots que firman productos prefabricados destinados única y exclusivamente a amasar grandes cantidades de dinero. No tengo nada en contra de ganar dinero, y menos en estos tiempos, pero aquí cuando hablamos de una película es lo que menos nos interesa. Lo que nos interesa es el buen cine, y en ‘Ronin’ lo encontramos. Tanto, que trece años después de su estreno, la película no ha envejecido ni un ápice. Si acaso lo contrario.

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En la filmografía de Frankenheimer encontramos películas tan destacables como ‘El hombre de Alcatraz’ (‘Birdman of Alcatraz’, 1962), ‘Plan diabólico’ (‘Seconds’) —impresionante trabajo injustamente olvidado—, ‘El tren’ (‘The Train’, 1964), de la que hablaremos en mi próximo post, o ‘Los jóvenes salvajes’ (‘The Young Savages’, 1961), por citar algunos ejemplos nada más. Films que pertenecen a la mejor época de su director, los años 60, y que estaban cargados de cierta denuncia políticay/o social. Bien es cierto que a partir de finales de los 80 su cine degeneró un poco y se volvió, si se prefiere decir así, más ligero en sus realizaciones. Films de género, muchos de encargo, faltos ya de cierta profundidad, y en algunos casos llegando a niveles soporíferos como en ‘La isla del Dr. Moreau’ (‘The Island of Dr. Moreau’, 1996) no mostraban la mano de un Frenkaneheimer que en el pasado nos había hecho vibrar. Salvo quizá el caso que hoy nos ocupa.

Si algo tendríamos que echar en cara a ‘Ronin’ es su excesiva simplicidad argumental, por cuanto su historia no se reduce a nada más que un grupo de mercenarios enfrentándose por una maleta y su valioso contenido. El gran Mcguffin del relato, la maleta, algo de lo que Hitchcock estaría orgulloso, permanece como uno de los aciertos de un guión escrito a cuatro manos por J.D. Zeik y Richard Weisz, que no es otro que David Mamet utilizando un seudónimo. Sin embargo, no hay demasiada inspiración cuando se trata de dosificar cierto suspense en relación a algunos de los personajes y sus motivaciones, las cuales no quedan demasiado claras, haciendo que por momentos la historia sea algo incomprensible a pesar de su simpleza. Menos mal que el retrato de cierta forma de vida y el buen hacer de Frankenheimer detrás de la cámara logran que obviemos esas deficiencias de guión. O mejor dicho, no impiden el disfrute de un excelente producto de acción.

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El título proviene de la leyenda —que de leyenda no tiene nada— de los 47 ronin. Samurais sin dueño que fueron traicionados y tras vengarse eligieron el camino del honor, suicidándose antes de ser mercenarios sin dueño. Así son más o menos, los mercenarios de ‘Ronin’. Hombres que no realizan preguntas, ni obtienen respuestas, son los mejores en su trabajo y el anonimato es su vida, al mismo tiempo que su maldición. Esa aureola de misterio y misticismo alrededor de una profesión tan vieja como la vida misma le queda muy bien a la película, apoyado además por una muy adecuada banda sonora de Elia Cmiral, cargada de melancolía, sobre todo por la utilización del instrumento de origen armenio, el duduk. Instantes íntimos que sobresalen en una cinta en continuo movimiento gracias a un ritmo que Frankenheimer maneja con envidiable pericia, sobre todo en sus estupendas escenas de acción.

Persecuciones en coche —probablemente las últimas grandes persecuciones realizadas en cine, reales, sin efectitos de ordenador—, tiroteos, persecuciones a pie, y demás, pueblan este puro entretenimiento que logra llegar más allá que muchas cintas de género. Y lo más importante: siempre sabemos qué ocurre en pantalla —aprende Michael Bay, que esta película es del 98 y tú a día de hoy sigues mareando al personal—, algo que debemos agradecer a la muy personal puesta en escena de su director, siempre consciente de donde coloca la cámara. Baste fijarse en instantes tan inspirados como aquel en el que el personaje de Robert De Niro, en uno de sus últimos grandes papeles antes de perderse en muecas de todo tipo, pide ayuda a un viejo conocido para que averigüe el paradero de otra persona mediante la señal de su teléfono móvil. Y cómo no, las dos persecuciones automovilísticas, a cada cual más emocionante.

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Robert De Niro, Jean Reno —los dos actores con más feeling en el film, absolutamente necesario además—, Natasha McElhone —una preciosidad que no ha obtenido la fama que merece—, Sean Bean —probablemente el personaje peor tratado de toda la trama—, Stellan Skarsgård, Michael Londsdale, y Jonathan Pryce forman un elenco perfecto para una película que adaptándose a los nuevos tiempos no renuncia a cierto clasicismo, demostrando que las viejas historias, aquellas en las que los malos no son tan malos, ni los buenos tan buenos, en las que la traición y el amor perdido están a la orden del día, siguen siendo las mejores. Sin conservantes ni colorantes. Espectáculo bien entendido, sin pomposidad ni mil planos por segundo. Genuino.

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