'El sur', conmovedora e inacabada obra maestra

'El sur', conmovedora e inacabada obra maestra
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“Para mí, ‘El Sur’ será siempre una obra inacabada” – Víctor Erice

Las leyendas de la historia del cine suelen ser de dos clases: las que son leyendas por la enorme calidad estética que atesoran, y las que lo son por la película que hay detrás de la película, es decir, por su producción, por los avatares que confluyeron en su creación, conflictivos, dolorosos, muchas veces caóticos. Muy pocas veces estas leyendas son de ambos tipos. Es decir, creaciones de gran vuelo estético que, además, conocieron un proceso creativo tumultuoso. Pienso en ‘Apocalypse Now’ (íd, Francis Ford Coppola, 1979), durante cuyo rodaje el director consideró seriamente pegarse un tiro o tirarse por un barranco de la pura desesperación, pero también en la película española más enigmática, recordada, lírica, en muchos años de cine español, la joya cercenada de Víctor Erice ‘El sur’ (1983). La tensión psíquica que convocan sus imágenes y sus sonidos, la profunda verdad que subyace en esta historia de un padre y de una hija, la sitúan más allá del cine narrativo. La colocan en los territorios del arte imperecedero.

Diez años después de alzarse, por aclamación (aunque no sin algunos abucheos por parte de los asistentes) con la Concha de Oro en el Festival Internacional de cine de San Sebastián (la primera película española que ganaba tan importante premio, cuando ese premio todavía significaba algo) por su extraordinaria ‘El espíritu de la colmena’ (1973), Erice regresa a las tinieblas y las oscuridades de la infancia como origen de toda emoción, pero lo hace, de nuevo, con tal luminosidad de espíritu, con tal refinado conocimiento del alma, que donde hay tinieblas y lejanía él propone lucidez y clarividencia, donde hay dolor y amargura, él regala compasión y misterio infinitos, a través de la mirada de otra niña inolvidable, Estrella, y de la complejísima relación que la une con su padre, Agustín, extendiendo y enriqueciendo aquella relación que Ana mantenía con el distante y taciturno Fernando de su debut.

Desde el amor a la compasión y el perdón

Basado en un relato de Adelaida García Morales, la mujer del director, que comenzó a coescribir junto a Ángel Fernández-Santos (que ya habían compuesto juntos el guión de la anterior película de Erice, y a los que unía una profunda amistad y admiración mutua), y que, una vez que el antiguo crítico de El País abandonó la colaboración por diferencias respecto al tono de la historia, Erice convirtió en solitario en un libreto de varios cientos de páginas. Se proponía el cineasta una indagación poética en el viaje iniciático de una niña, pero mientras el de Ana, diez años, fue el de la conciencia de la muerte desde el reducto de la ficción, aquí es el del enamoramiento platónico, posterior desilusión, y finalmente el perdón y la comprensión de una niña hacia la figura totémica del padre, entre las sombras de la memoria y la soledad. A lo largo de siete años, desde la infancia hasta la adolescencia, Estrella verá en su padre primero a un hombre casi con propiedades mágicas, pero luego como a un ser trágico y cuyo pasado no le permite vivir en paz.

Antes de seguir hablando de esta película, una aclaración: nunca he comprendido que algunos espectadores se quejen de un cine “lento”, o que lo califiquen como tal de forma peyorativa. No creo que muchas de esas creaciones que muchos consideran “lentas” sean realmente lentas. En cualquier caso, ¿cómo narrar el despertar de la niña (véase el vídeo encima de estas líneas, con cuyas imágenes arranca la película) si no es con este ritmo, en el que el despertar del día trae también un despertar de la conciencia de la niña, y del abandono definitivo del padre? Sin este tiempo capturado, sin esa cadencia consistente en dejar pasar el tiempo, la fortísima conmoción de algunas imágenes de esta película nunca tendría lugar. Porque las imágenes, y más aún, los sonidos, penetran lentamente, y sin piedad, en el ánimo del espectador, hasta el punto de que se convierte en una segunda realidad, mucho más intensa y verdadera que esta. Al estar construidos desde una mirada poética, de la un artista que nos introduce en su realidad personalísima, los acontecimientos que rodean a Estrella se levantan ante nuestros ojos, como en todo verdadero gran cine, tan reales, o más aún, que la vida misma.

Hay momentos que le convierten a uno la sangre en hielo, del oscuro estremecimiento que narran. Momentos como la aparición sorpresa del padre entre las sombras, semejante a un recuerdo que emergiera de las tinieblas de la memoria (¿y no son acaso el rostro y los movimientos de nuestro padre algo inasible e incomprensible para nosotros?). O como ese en el que la niña descubre la violencia oculta del mundo de los hombres, al ir a buscar de nuevo a su padre y observarle a lo lejos, acompañado de otros, disparando con su rifle. Los claroscuros de Jose Luis Alcaine son cercanos, pero a su manera también muy diferentes, de los de Luis Cuadrado, y si este último inventó el color miel para los interiores, el primero obtiene una luz invernal grisácea y azulada que tiene mucho que ver con el estado de ánimo de las criaturas de Erice, perdidas en una existencia parecida a un sueño del que no logran despertar. La sencillez de la película es tal, y sus numerosos enigmas tan certeros, que no se sabe muy bien cómo las imágenes invernales de esta película hechizan la imaginación del espectador.

La triste historia de la interrupción del rodaje cuando se llevaba algo más de la mitad de su calendario, cercenó lo que iba a ser una película de dos horas y media de duración, en lugar de los 95 minutos que ha visto medio mundo. Como es lógico, y entendible, me siento mucho más cercano a Erice y me creo su versión de que el rodaje fue interrumpido por motivos económicos, una artimaña legal de Querejeta, que decidió por su cuenta que el material rodado hasta entonces era suficiente para una muy interesante película, obligando (o casi) a Erice a montarlo y presentarlo en el Festival de Cannes. Pero falta algo muy importante en este relato que lo deja totalmente descompensado: había una hija en el norte, Estrella, pero también un hijo en el sur, y el pasado del padre con el que la hija se encuentra, y la entrega del péndulo al hermanastro, y la simetría física y moral del relato. Se truncó así una joya del cine que podría haber sido, quizá, todavía más grande de lo que es, si no hubiera llegado un productor incapaz de cumplir un contrato (hay tantos…) y de mantenerse al lado de su director.

Conclusión a una obra de arte

¿Alguien puede creer que un director capaz de llenar un camino de hojas hasta donde se pierde la vista (esto me lo contó a mí uno de sus asistentes de cámara), incluso hasta donde la cámara no lo capta, porque “no se ve, pero se siente”, puede dejar tantas cosas sin cerrar en esta historia, un final tan abrupto, y numerosos hilos dramáticos sin culminar? Imposible. Aún así, se trata de una película bellísima, un poema audiovisual que tantos cineastas y artistas han venerado desde 1983. Desde entonces, el director sólo ha filmado un largo documental, inolvidable, y un espléndido corto. Si el más grande director vivo de este país ha sido incapaz de dirigir más películas, creo que es elocuente del estado de las cosas. Me cruzo algunas veces con Erice por la calle (la última, hace pocos días, pero nunca me atrevo a decirle nada…) y me pregunto si alguna vez se pondrá de nuevo delante de una cámara. No creo ser el único.

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