Dagur Kári es un director francés afincado en Islandia —suyas son 'Dark Horse' ('Voksne mennesker', 2005) o 'Nói albínói' (2003)— que debuta en terreno estadounidense con 'The Good Heart', una producción de bajo presupuesto y que evidentemente no tendrá la repercusión que otras películas más famosas de estruendoso éxito están teniendo pero cuya calidad es bastante inferior —no, no me refiero a 'Kick Ass'— al film que nos ocupa. Algo parecido le ocurre, aunque menos acentuado, a esa maravilla de 'Two Lovers' (id, 2009, James Gray), film de excelente recepción crítica y que el público, el poco que la ve, queda encantado. No quiere decir esto que nos encontremos ante una muestra de gran cine, como es el caso de Gray, pero teniendo en cuenta la cartelera actual, el trabajo de Kári se desvela como uno de los escasos oasis que encontraremos a lo largo y ancho de este desierto de mediocridad cinematográfica.
Kári ha sido reclutado, por así decirlo, por los americanos —aunque hay que señalar que nos encontramos ante una coproducción— en una demostración más de que al otro lado del charco no sólo están faltos de ideas —tanto remake, tanta adaptación— sino que además parecen carecer de una cantera de nuevos directores que animen algo el panorama que al final, y salvo muy contadas excepciones, terminan salvando los directores de siempre cuyos nombres no necesito nombrar.
'The Good Heart' cuenta la historia de Lucas (Paul Dano), un joven sin techo que vive en una caja de cartón bajo el puente de Brooklyn y que no tiene a nadie en el mundo salvo un pequeño gatito. Harto de la vida y sin un buen futuro por delante decide suicidarse pero le sale mal. En el hospital conoce a Jacques (Brian Cox), el misántropo dueño de un bar que acoge a Lucas en su seno con la intención de que herede su modo de vida. Lucas, un joven extremadamente agradecido, ve algo de esperanza en su vida. Jacques le enseñará a llevar su bar para que lo atienda los días que aquél no esté, instruyéndole en unas más que curiosas reglas de cómo llevar el negocio.
Estamos ante una película de factura impecable, con una puesta en escena que apuesta por tonos grises que captan un pequeño rincón escondido de la ciudad más famosa del planeta. Uno de esos callejones en los que un viejo bar en un viejo edificio forma el universo personal de los personajes de la historia, la cual es tratada como si se tratase de un cuento de hadas. Componen este microcosmos un ogro que en el fondo no es tan malo como aparenta a primera vista, uno de esos típicos cascarrabias con buen corazón, un héroe que termina siéndolo sin querer y una princesa, a la que Jacques llama "puta" como a todas las mujeres y que suelen ser señal de problemas.
Kári compone una historia llena de sensibilidad en la que una vez más se demostrará que necesitamos a los demás para ser alguien, incluso para realizar nuestros sueños, sean cuales sean. Puede que la historia recorra algún que otro derrotero previsible. Nadie duda, en su tercio final, cómo los acontecimientos tomarán un giro brusco, uno de esos irónicos golpes de la vida, pero no por ello es menos disfrutable. Al menos el director evita sentimentalismos de todo tipo, y es capaz de emocionar sin trucos facilones. Sólo le pongo un importante pero, y es que a Kári conecta los dos personajes centrales con demasiada facilidad, sin que se nos expliquen, nos sugieran siquiera, el interés que Jacques pone en Lucas al conocerlo. También descoloca mucho el personaje femenino, bastante más tópico que los otros dos y cuya razón de ser es simple y llanamente inútil. Sin ella la historia hubiera funcionado de igual manera. Dejo a un lado detalles extraños y aislados como los del gato —y que cualquier amante de los animales rechazará ipso facto—, la descripción de la Sanidad en los USA —esas enfermeras tan amables que cuidan de Lucas—, o los trajeados compradores de edificios que entran en el bar de Jacques y salen con el rabo entre las piernas. Desconcertantes cuanto menos.
Al hacer del realizador hay que sumar las excelentes interpretaciones de Brian Cox y Paul Dano. El primero, secundario de lujo donde los haya del cine actual, compone uno de esos personajes caramelo que todo actor desea, un ser que nada quiere saber de los demás a los que trata como basura —el hecho de que su sustento sea un bar, en el que hay que relacionarse con los demás, no deja de tener su gracia—. A su lado, el joven actor que sorprendió a propios y extraños en la cuasi ridícula 'There Will Be Blood' (id, 2007, Paul Thomas Anderson) hace gala de una extraña contención en su bienintencionado rol, logrando expresar el vacío que un solitario puede llegar a sentir cuando no tiene a nadie. La química entre ambos actores es de las que justifican el pago de una entrada de cine.
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