"Sin historias, no somos nada". 'El prodigio' se abre con dos de los mejores minutos de cine del año, invitando al espectador a entrar en la película, remarcando algo que será vital a lo largo del metraje y que entronca directamente con nuestro presente: la importancia de controlar la narrativa, la fuerza de la ficción en la realidad, la necesidad humana de aferrarse a una creencia por descabellada que sea y cueste lo que cueste.
Lo nuevo de Sebastian Lelio para Netflix es, con permiso de 'Puñales por la espalda: El misterio de Glass Onion', su mejor largometraje de este año, y es debido en gran parte a que, en lugar de ser un vehículo para el lucimiento de una actriz o un director, permite que el guion tome las riendas: un libreto con doble capa de profundidad, conversaciones entre el pasado y el presente y un misterio que, realmente, solo era la excusa para hablar de lo que realmente importa.
La niña, que no me come
'El prodigio' empieza con un milagro: una niña, en la campiña irlandesa de 1862, sobrevive sin comer desde hace meses, solo con el poder de la fe. Y aunque en un principio parece que la película se va a fundamentar en la búsqueda del motivo por el que puede sobrevivir sin comer, Lelio termina por revelar sus cartas en un reflejo del presente que exige al espectador reflexionar sobre lo que está viendo.
En los últimos años, la política (y con ella, el mundo) ha dado un giro: la realidad cada vez importa menos. Lo que importa es eso que vilmente han dado en llamar "el relato". Controlar la narrativa de los hechos y no dejar que la gente saque sus propias conclusiones de la realidad, sino permitir que los sentimientos sean más importantes que lo fácilmente comprobable. En 'El prodigio' no hay redes sociales, pero no hacen falta para alimentar la desinformación y tachar de hereje a quien acude con una opinión contraria a la del relato establecido. El pueblo de la cinta no quiere escuchar la verdad: solo quieren que su realidad se corrobore cueste lo que cueste. ¿Os suena?
Pudiendo caer en el enésimo debate entre ciencia y religión, Sebastian Lelio sabe dar un paso más allá y tratar la causa misma de la confrontación en cuestión: esto no se trata de buenos contra malos, sino de personas que creen fervientemente en algo antagónico. Y reconocer que el otro lado puede tener parte de razón, por el motivo que sea, es una derrota. Incluso la mera duda al dogma establecido ya es síntoma de vergüenza. Quien crea que 'El prodigio' transcurre en el siglo XIX, que le de un par de vueltas.
El artificio del relato
Aunque parezca que Lelio nos alerta sobre el peligro de la narratividad mal entendida, lo cierto es que toda la película subraya la necesidad y el poder de la ficción en nuestra vida como elemento transformador, que llega más allá de donde puede hacerlo la razón. Al final, un buen relato solo puede combatirse con otro igual de bueno, sin importar si nuestra audiencia es de uno o de millones. Una buena historia puede salvarte la vida.
La película no se sostendría tan bien como lo hace si no fuera por la magnífica labor de una Florence Pugh que siempre ha escogido sus proyectos con pinzas, sabiendo pendular con perfección casi quirúrgica entre el cine de prestigio ('Midsommar', 'Lady Macbeth', 'Mujercitas') y el mainstream ('Viuda negra', la futura 'Dune: parte 2') y que aquí brinda un papel fantástico, sabiendo encapsular la frustración y la razón con una modulación de voz y una gestualidad de auténtica maestra.
Por su parte, la pequeña Kila Lord Cassidy, de apenas 13 años, ofrece todo un recital, demostrando una vez más que los actores infantiles vienen pisando fuerte y sorprendentemente preparados. En un año de actuaciones infantiles increíbles ('Tori y Lokita', 'Close', 'Armageddon Time', 'La maternal'), Cassidy brilla con luz propia haciendo creíble un personaje que cree fervientemente en la ficción que le han contado, aunque sea a costa de su propia vida.
Un prodigio imperfecto
Aunque las intenciones de 'El prodigio' son buenísimas y, en su mayor parte, las cumple con una delicadeza y una sencillez fabulosas, no es todo lo perfecta que podría ser, en gran parte por culpa de un epílogo que, aunque sirve como conclusión de un cuento, no se trata con la meticulosidad que sí lo hace el resto del metraje. El final de la historia es acelerado, aunque no sea un error, sino una decisión consciente.
La propia banda sonora de la cinta ("In... Out...") prepara y acelera el desenlace, un plano majestuoso que se une con el inicial ofreciendo una catarsis audiovisual que puede ser fácilmente confundida con la payasada. El riesgo que toma Leilo es muy fuerte: romper las expectativas mostrando la trastienda de la ficción puede llevar a que el público no quiera saber más después de sus primeros compases. 'El prodigio' es una ficción sobre ficciones que no se avergüenza de su identidad narrativa. Y eso es más que loable.
A veces, todo lo que puede salir bien en una película sale bien. Se conjuntan una dirección segura, un guion inteligente, unas interpretaciones dedicadas, un tono que no teme al espectador medio. Es en esas ocasiones cuando sale una cinta como 'El prodigio', que demuestra que Sebastian Leilo sabe mucho sobre contar historias, el poder del relato y la necesidad de enfrentarse al preestablecido por el bien común. Todo un prodigio.
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