Sería injusto para con la trayectoria de Peter Weir comenzar este especial presentando a 'Los coches que devoraron París' ('The cars that ate Paris', 1974) como su primer filme y olvidar los doce cortometrajes de diversa índole y duración que sustentaron el salto a la gran pantalla del cineasta australiano, sobre todo considerando que el inquietante tono del que hacía gala uno de ellos, una producción experimental de título 'Homesdale' (id, 1971), sería en gran parte responsable del que podemos apreciar a lo largo de la excéntrica y singular cinta con la que el realizador puso la primera piedra de su trayectoria fílmica.
Tras comenzar y abandonar antes de finalizar el primer curso los estudios de Artes y Leyes, haber trabajado junto a su padre en el negocio inmobiliario durante un par de años y probado suerte en Londres por un periodo de diez meses, algo le había quedado muy claro a Peter Weir en su regreso a la tierra natal, se tenía que dedicar como fuera al negocio del espectáculo, considerando por aquél entonces —estamos hablando de 1966— que la escritura o la interpretación eran salidas viables dada la completa inexistencia de una industria cinematográfica australiana.
Fue no obstante la televisión la que, de manera inicial, otorgó a Weir la posibilidad de comenzar a rodar y montar cortos, sirviendo los años que van desde 1967 a 1973 como periodo de aprendizaje, de encuentros con diversos nombres del mundillo, ganar el Gran Premio del Australian Film Institute —por 'Michael' (id, 1970)— y, en octubre de 1973, comenzar el rodaje de 'Los coches que devoraron París', una ecléctica mezcla entre terror, thriller, comedia negra y ciertos tintes de western, pasados por el tamiz de la, por aquél entonces, peculiar mirada de un cineasta en ciernes.
Detengámonos aquí brevemente para comenzar a apuntalar un discurso que iremos alimentando conforme vayamos avanzando en el análisis del cine de Weir: como bien indica Nekane E.Zubiaur en su imprescindible acercamiento a la obra del cineasta australiano, varios son los ejes temáticos y las constantes sensoriales que, de una manera u otra, se pueden encontrar a lo largo y ancho de la filmografía del realizador.
Y aunque 'Los coches que devoraron París' sea la muestra más temprana y bisoña de lo que su cine llegará a ofrecer —mucho habrá que discurrir cuando lleguemos a esas obras maestras que son 'El show de Truman' ('The Truman show', 1998) y 'Master and commander. Al otro lado del mundo' ('Master and commander. The far side of the world', 2003)— ya hay aquí señas de identidad que más tarde serán mucho mejor caracterizadas.
Arrancando con un prólogo que nada tiene que ver con el resto del filme, y que sirve como descarada sátira de Weir acerca de la sociedad de consumo norteamericana, 'Los coches que devoraron París' comienza siguiendo a George y Arthur, dos hermanos que sufren un aparatoso accidente al intentar entrar en París, un ficticio —Weir le puso ese nombre porque era estando de viaje por Francia cuando se le ocurrió la idea para el filme— y perdido pueblo que parece sacado de cualquier spaghetti western de la época, con una única y polvorienta calle sembrada de edificios sin estilo definido. Fallecido el primero a causa del percance, Arthur tendrá la oportunidad de descubrir el oscuro secreto que guardan los habitantes del pueblo.
(De aquí en adelante, spoilers) Y este no es otro que la economía del lugar se basa en provocar accidentes a los desdichados conductores que pasan por allí para después desguazar sus automóviles, saquear a sus tripulantes y, en el caso de que estos hayan sobrevivido, lobotomizarlos. Tales hechos son aprovechados por Weir para soterrar un humor tremendamente negro que funciona a través de la sutileza de imágenes sueltas —el taladro con el símbolo de la cruz roja que se utiliza para las "intervenciones" quirúrgicas, la presteza mecanizada con la que todo el pueblo se pone en funcionamiento como una cadena de montaje— y que se mezcla con un sentido de lo bizarro que alcanza su paroxismo en la celebración que cierra la cinta.
Pero antes de que los coches devoren la ciudad, el cineasta habrá tenido la oportunidad de comenzar a introducir parte del discurso que antes apuntábamos, ya en esa inmersión en un mundo extraño que hace Arthur, ya en el conflicto entre opuestos que sirve de desarrollo del anterior, ya en esa poderosa fuerza paterna que aquí queda encarnada por el inquietante y autárquico alcalde de París, ya por la importancia de una música que, sin ser una maravilla, sirve para reforzar gran parte de lo que las imágenes pretenden transmitir.
Así, a momentos como el citado arranque, puntualizado por sonoridades "setenteras" muy cercanas a las de los filmes blaxploitation, se unen otros en los que la partitura de Bruce Smeaton bien juega en el mismo sentido del filme —la secuencia "leonesca" y esa armónica desgarrada— bien contrapone lo que la acción insinúa —la escena del desgüace se deja acompañar por un tema de corte clásico que suaviza la sutil crudeza que trasciende de lo que estamos viendo—.
Pero me estoy dejando llevar. Por más que sólo haya desgranado virtudes de la cinta —y alguna más me he dejado, como la sutileza con la que Weir introduce mensajes como la crisis económica que azotaba el país en aquellos tiempos, aquél que habla de la anarquía de los jóvenes como elementos de permuta del sistema—, 'Los coches que devoraron París' arrastra ciertos lastres, siendo quizás el más llamativo el que nunca se pare en exceso a describir a sus personajes, sacrificando la profundización en los mismos, que no dejan de ser arquetipos bien seleccionados, en aras de la creación del ambiente que envuelve a la acción.
Punta del iceberg que son los problemas del filme, podríamos contar también, entre otros, la nula capacidad dramática de sus intérpretes o el irregularísimo ritmo del metraje, factores que, no obstante no deben impedir apreciar la dirección de un Weir que con la franqueza de sus planteamientos visuales y la claridad expositiva de la narración supera con mucho lo que el trabajo realizado en el guión es capaz de ofrecer, anticipando, no cabe duda, el gigantesco salto cualitativo que efectuará con su siguiente producción.
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