Lamentablemente, soy una de esas personas que admira 'El Padrino 3' (The Godfather Part 3, 1990).
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En la mejor defensa que he leído de la película, Jonathan Rosenbaum argumenta que la Trilogía Zombi de George A. Romero y la Trilogía del Padrino guardan parecidos notorios. Ciertamente, ambos son directores italoamericanos católicos preocupados por la unidad y la estabilidad familiar en medio del capitalismo. Y además, mientras que ambos empezaron con piezas de género perfectas (una película de gángsters frente a una película de terror) e incluso imitadas, en sus segundas entregas derivaron hacia la crítica y profundización de sus modelos. Y en sus terceras partes, concluye Rosenbaum, prefieren inquisiciones filosóficas, directamente.
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La interpretación de Sofia Coppola como Mary ha sido, durante años de foreo y crítica de cine, el lugar común para destruir la película. Ciertamente, no es una gran interpretación, al menos en el sentido riguroso del término. Pero ¿no es acaso su personaje una niña pija distanciada? Aunque la severidad impida salvar sus últimas escenas, donde quizás es requerido algo más de dramatismo en el recitado, tampoco debería pasar por alto que el guión apenas se ocupa de ella, o de desarrollarla. Y ese es un aspecto crucial en la película, no necesariamente un defecto. **
Hay también ausencias insalvables, y Coppola logra cubrirlas con relativo éxito. La de Nino Rota, encuentra acomodo en Carmine Coppola y en el uso de la ópera Cavaliera Rusticana. Más inenarrable es la de Robert Duvall, el abogado Tom Hagen, cuya sustitución por George Hamilton es, como mucho, neutral. Tan interesante como Hagen hay pocos personajes en la saga: la figura de un irlandés abogado, cuya lealtad familiar es inesperada. Su hijo, encarnado por John Savage, tampoco cumple la función de eco, sirve a la trama de la película. ***
La película transcurre entre 1979 y 1980. Tirando del hilo de la segunda entrega, en la que los eventos históricos sitúan a los Corleone jugando un papel activo en ellos, la película navega en aguas satíricas altamente vitriólicas: el banco Vaticano recurre a un gran asesino - y capo mafioso - para sanear sus cuentas. Pero, además, el Vaticano está, descubrimos, literalmente gobernado por mafiosos aún más sanguinarios y peligrosos que el protagonista mismo, en estado de retiro y buscando respuestas. ***
Tengo una conjetura biográfica: entre 1979 y 1980, Francis Ford Coppola, el hombre que levanto el otro imperio en Hollywood y que batió los récords de prodigio, firmó sus últimas grandes películas. Que su retorno al Padrino no transcurra más allá de los ochenta es poco menos que un detalle altamente confesional: Coppola está hablando del fin de una época. Del fin de su época. De manera auto-consciente y deliberada. La película habla de la naturaleza íntima del fracaso, algo que su cineasta conoce de un modo menos radical que Don Corleone. Por supuesto, es un fracaso que viene a quien lo tuvo una vez todo a su alcance. La ironía, ahora lo sabemos, sería mayor: después de esta película y su Drácula, Coppola no firmaría otra película igual de colosal. Interesantes, irregulares, con sus momentos, tal vez. Pero ya nunca más. Coppola, condenado a su tiempo, ya no pudo sobrevivir, no pudo superarse a si mismo. ¿Es tal vez por eso que su última gran película trata de la inmortalidad?
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Entiendo que exista algo inherentemente decepcionante en la película vista como ejercicio formal. Narrativamente, la segunda era un modelo más pausado y reflexivo que la primera, además de violar tranquilamente la estructura lineal, hollywoodiense, en favor de un relato dialéctico a dos tiempos. La película se abre con una celebración - como la primera - y se cierra con la matanza trágica ya típica de la saga, en montaje paralelo. Incluso la muerte de Michael Corleone, en estricta soledad, puede recordar a la de su padre. Pero es un recuerdo borroso, porque el sentido, y hete aquí el acierto, es completamente distinto.
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Pocas interpretaciones como las de Diane Keaton en esta película. Podría comenzar halagando a Al Pacino, quien está tan soberbio que no dudo en que esta es su mejor versión de Corleone de todas cuantas ha dado. Pero Keaton. La sencillez, nada histérica, de los gestos: la mirada de quien ha estado enamorada, pero se ha visto traicionada y quien lleva años, décadas, lidiando con la idea, enfermiza y dolorosa, de que el hombre que engendró a sus hijos es el mismo hombre que mató a su hermano y ese tiparraco es también el que le dio tardes de felicidad. La escena en la que Keaton y Pacino se reencuentran en Sicilia, y hablan de la esposa muerta de él. La gravedad dramática de la película respecto a la relación entre Kay y Michael es profundísima: ni siquiera en la segunda entrega habían tenido estos personajes este espacio introspectivo. Coppola mira sus cuerpos en el tiempo, el cuerpo de Michael a través del tiempo. We do have a bad history but I'm still here, dice ella. Y Keaton, cuando recita esa línea, toca una altura interpretativa que pocas veces he visto.
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Michael Corleone es, desde el primer minuto, el monarca cansado, shakespereano, con el que especularon, en la escritura de la segunda entrega, Mario Puzo y Coppola. La película se abre con el crudo asesinato de Fredo en flashback: quiere que sepamos que el asunto a tratar será la culpa. Pero no se trata de la culpa sino de la voluntad. La voluntad de Corleone es de asesinar. Aún cuando, en una hábil triquiñuela dramática, encargue a su sobrino Vincent (Andy Garcia) la matanza. Es el acierto de la película no tener ningún villano definido, a diferencia de las películas anteriores. Ni Joey Zasa (Joe Mantegna) ni Don Altobello (Eli Wallach) son algo más que personajes secundarios, servicios argumentales. El tema de la película es qué hacer con las ruinas de la gloria. Y sobretodo qué hacer con la conciencia. La respuesta es, de nuevo, muy pesimista: no hay nada que hacer. *****
Martin Scorsese, casi al mismo tiempo, estaba interrumpiendo el suave y operístico tempo que Coppola comenzó décadas atrás. Ya con 'Malas Calles' (Mean Streets, 1973) y luego con 'Uno de los nuestros' (Goodfellas, 1990), su sentido de la puesta en escena y su violencia directa, exuberante con protagonistas reconociblemente nihilistas se opondrían al sentido de decadencia y honor que inspiran los gángsters de Coppola. Esto es sabido. Pero hay algo deliciosamente anacrónico en esta película al ver los encuadres en claroscuro del operador Gordon Willis, exquisitos como siempre, narrar algo infinitamente más pesimista que las odiseas de Scorsese. Coppola insiste: la família ya no es la unidad de destrucción perfecta del capitalismo, como en la segunda entrega. La família perecerá, en el cambio de épocas, y veremos la muerte de los hijos antes de ver nuestro propio y lento desvanecimiento. La escena es elegantísima, una salida de la ópera, donde la família parece, al fin, reencontrada y feliz.
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Connie Corleone (Talia Shire) ejerciendo de maligna y astuta cómplice tiene una de las escenas más dolorosas de la película. Su hermano busca la paz, pero ella solamente quiere el ascenso de Vincent. Así que es capaz de decir a su hermano que el asesinato de Fredo estuvo bien. No quedaba otro remedio. La mirada de Michael es la mirada del monarca verdaderamente derrotado: tan repugnantes como sus asesinatos serán aquellos que los vean con buenos ojos, que en la sed de sangre encuentren una razón para sus fines. Esa es la escena que resume la película.: ya no se trata de oscuridad en el esplendor, de sangre y gloria, se trata del final, del mañana, mañana y mañana, del cuento lleno de ruido y furia contado por un payaso.
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