Hay un elemento que es común a muchas películas, sin que éstas tengan que ser necesariamente del mismo género. Suelen ser de ciencia ficción, de fantasía o de terror, pero también puede darse en un thriller que no tenga nada sobrenatural. Me refiero a aquellos films en los que el protagonista cree en algo que es increíble. El resto del mundo se muestra escéptico y justo eso es lo que provoca el desastre. Cualquier película que contenga este elemento probablemente tendrá un gran éxito y logrará que nos identifiquemos con mucha intensidad con esa persona que sí cree en lo que otros no ven. La empatía normal que ya se produce con el protagonista o el “bueno” en casi cualquier película, aumenta mucho si se le ha colocado en esta situación.
Y lo más extraño de todo es que se produzca esa fortísima identificación a pesar de que cualquiera de nosotros, cuando dejásemos de ser espectadores de esas películas con elementos fuera de lo normal, nos colocaríamos sin dudarlo en el papel de quien no se cree nada hasta que lo ve. Por algún motivo, te unes a quien sí lo ha creído y estás deseando que los demás dejen de tomarlo por un loco o, mejor aún, que en un momento importante se den cuenta de su error y tengan que pedirle disculpas a aquel que les advirtió desde el principio. Pero que ya sea demasiado tarde.
En parte se debe, probablemente, a que el personaje es un ser que no goza de una elevada consideración en su comunidad. O bien es un niño, o un joven atolondrado, o algún tipo de pringado, un científico chiflado a quien los experimentos siempre le han salido mal. Y los que se oponen son esas autoridades a las que todos tendemos a odiar, aunque sólo sea en las películas: la policía, los alcaldes, los políticos, los profesores… en ocasiones incluso los adultos en general.
Por otra parte se podría justificar aduciendo que tenemos ganas de creer en que esos hechos sobrenaturales pueden ocurrir. El acudir a ver una película supone, muchas veces, una voluntad de sumergirse en una realidad alternativa, llena de imposibles. Si nada de lo que se ha presentado fuese verdad, el film al final nos decepcionaría.
Incluso aunque sea lógico que creamos en esta persona por el simple hecho de que, al compartir su punto de vista, poseemos la misma información que ella, resulta interesante ver lo gozosa que es la experiencia de ser uno de los pocos seres que conoce esa verdad o que está dispuesto a aceptarla. Parece que estuviésemos restregándosela por las narices a todos los escépticos.
Todo esto, además, representa la base de cualquier buen guión cinematográfico o de cualquier buena obra narrativa: la existencia de un conflicto. Si quien sabe que va a ocurrir algo grave obtuviese desde el primer momento atención y ayuda de las autoridades, todo se resolvería inmediatamente y ya no habría problema. Pero si mantenemos a esa persona aislada de toda ayuda, el peligro crecerá y el conflicto irá aumentando hasta que sea mucho más difícil resolverlo o detenerlo.
Estaría ese Gordy, de ‘Los Goonies’, a quien la policía siempre ha pillado mintiendo y que, para una vez que dice la verdad, ya nadie da crédito, como si de un moderno ‘Pedro y el lobo’ se tratase. Estaría Roy Scheider en ‘Tiburón’, que dijo que cerrasen la playa y, con tal de hacer dinero, el dueño le desobedeció. Estaría, aunque por sólo unos instantes, el niño de ‘Parque Jurásico II’, cuando les dice a sus padres que hay un dinosaurio en el jardín. Los ejemplos son infinitos: ‘Jóvenes ocultos’, ‘Noche de miedo’, ‘Agárrame esos fantasmas’, ‘Con la muerte en los talones’, ‘La ventana indiscreta’… Seguro que se os ocurren más. Eliminad el hecho de que nadie cree a los protagonistas y las películas cambiarán radicalmente.
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