El erotismo que no vimos

El erotismo que no vimos
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“¿Y los niños? ¿Es que nadie piensa en los niños?” – Moe Szyslak en un episodio de ‘Los Simpson’

En la actualidad muchos defienden el “sugerir antes que mostrar”, la violencia “soterrada”, la sexualidad implícita pero no explícita, y otros conceptos similares en el cine. El más famoso y recordado, el norteamericano de los años años treinta, cuarenta y cincuenta, está construido, se supone, en esa elegancia, en esa contención, en chispazos de violencia y sexo que no acaban de estallar del todo. Lo que entronca, además, con ese estilo narrativo, tan amado por muchos, consistente en hacer “invisible” la puesta en escena. Lo cierto es que tuvieron lugar logros estéticos muy importantes de todo ello, pero más que a una voluntad de estilo, o a una convicción moral en las formas, todo se debió, más que nada, a la censura de la época. A veces, el mundo del arte es así de extraño. Pero de ningún modo todo eso se debió a un gusto o una delicadeza extremas. No me cabe duda de que directores violentos, pasionales y hasta sensuales como Capra, Walsh, Hawks, Wilder, Welles, Hitchcock, Ford y otros, habrían mostrado más crudeza, más violencia y más sexo si hubieran podido. La elegancia no está en la ocultación, está en la proporción.

El Motion Picture Production Code, que traducido literal es el Código de Producción de Películas de Cine, fue un bonito nombre, con ínfulas de oficial, que se inventaron tres individuos para evitar (con ese amor por el eufemismo que denotan los anglosajones) la fea palabra Censura. Nació a finales de los años veinte (concretamente en 1927) gracias al impulso del abogado republicano William H. Hays, el sacerdote jesuita Daniel A. Lord y el editor católico del Motion Picture Herald Martin Quigle (es decir, un trío de “mentes libres”), pero no fue aplicado con contundencia hasta 1934, año en el que se aprobó la enmienda según la cual ningún estreno tendría lugar sin pasar por el filtro de ese código, que ya era llamado ‘Código Hays’. Esto dio lugar a la apasionante era ‘Pre-Code’, con estrellas como Barbara Stanwyck, Jean Harlow, Joan Blondell, Ina Claire y directores de renombre, realizando películas bastante provocativas, que escandalizaron al público con sexo y violencia y temas escabrosos. A partir de la enmienda, llegaron más de tres décadas de censura que cambiaron completamente el panorama, de forma opuesta al más libre y realista cine europeo.

Y es que ya se sabía, a finales de la tercera década del siglo, que el cine iba a ser cosa bastante popular, y los defensores de la moral no estaban dispuestos a que Hollywood, que tanto dinero daba, se convirtiera en un refugio de depravados (y, poco más tarde, de comunistas…). Así que se pusieron manos a la obra y redactaron tres premisas fundamentales:

1. No se autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores. Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, o el pecado.
2. Los géneros de vida descritos en el film serán correctos, tenida cuenta de las exigencias particulares del drama y del espectáculo.
3. La ley, natural o humana, no será ridiculizada y la simpatía del público no irá hacia aquellos que la violentan.

Y luego especificaba por temas, tales como los crímenes, la vulgaridad, las blasfemias, el vestuario, el baile, la religión, los decorados, los temas inmorales, el alcohol… Pero lo que más importaba de todo, y lo que resulta más divertido a la hora de analizarlo, es lo referente al sexo, con ideas como que “numerosas escenas no pueden ser presentadas sin despertar emociones peligrosas en los jóvenes, los retardados y los criminales”, o “el adulterio y todo comportamiento sexual ilícito, a veces, necesarios para la Intriga, no deben ser objeto de una demostración demasiado precisa, ni ser justificados o presentados, bajo un aspecto atractivo”. En general, y supongo que el lector estará de acuerdo conmigo, da la impresión de que todo el tema de la sexualidad está retratada por sujetos de dudoda moralidad, bastante obsesionados con el sexo, y sin duda retorcidos. No podían imaginar que cuanto mayor es la represión, mayor se estruja el ingenio para sortearla, y aunque la tijera de la censura era temible, no menos temible era la inteligencia de guionistas y directores que lograban provocar más emociones “obscenas” por la vía de lo oculto de las que hubieran deseado estos guardianes de la moral. Y además, qué diantre, todos tenemos mucha imaginación y mucha mala uva cuando vamos a ver una película, y el espectador de los años treinta y cuarenta también lo era. Y quizá más culto.

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Porque, vamos a ver: ¿acaso no eran las películas de Tarzán, protagonizadas por Johnny Weissmüller, erotismo en estado puro? Todo muy tierno y muy juvenil, sí, pero la sensualidad bordeaba cada escena y cada mirada, casi tanto como en esa obra maestra aquí comentada titulada ‘King Kong’ (íd, Cooper/Schoedsack, 1933), que no es otra cos que una parábola sexual. De pronto en el cine todo era muy decente y muy contenido, con faldas por debajo de la rodilla, sin la menor provocación visual, pero dando pie, eso sí, a que el espectador emplease su propia imaginación. ¿A qué se dedicaban Laurel & Hardy en sus ratos libres? A jugar a las cartas seguro que no, se les veía siempre muy contentos. ¿Por qué una pareja de amantes dormía en camas separadas? ¿Por qué los besos eran tan castos y tan breves? ¿Por qué los fornidos héroes, de cualquier género, eran lo más parecido a un cura jesuita castrado y las guapas heroínas más frígidas que una monja? En pro de la decencia, Hollywood cubrió de una pátina de asepsia a sus más hermosos intérpretes. Pero los mejores directores (los Wilder, Lubitsch, Capra…) supieron dotar de dobles sentidos a sus diálogos, de mensajes inherentes a cada corte de montaje, a cada gesto.

Aunque quizá el más brillante en esto fue Alfred Hitchcock, siempre tan preocupado por el erotismo, con sus besos de no más de tres segundos seguidos en ‘Encadenados’ (‘Notorius’, 1946) o el memorable plano final de penetración no visualizada (pero sí obvia) en ‘Con la muerte en los talones’ (‘North by Northwest’, 1959). Mientras, las películas europeas, tan “subiditas de tono” como diría un moralista, eran relegadas a pequeñas salas de arte y ensayo (lo que convenía a las grandes majors, pues a fin de cuentas, el código fue aprobado por ellas, tontos no eran…), y devoradas por una masa de espectadores deseosos de una mayor libertad sexual en el cine, pues para algunos (como yo mismo) sin erotismo más te vale estar muerto. Y es que en España, con el generalísimo, también tuvimos una buena ración de erotismo que no vimos, y en los últimos coletazos de la dictadura los cinéfilos se iban a Londres a ver ‘Saló o Los 120 días de Sodoma’ (‘Salò o le 120 giornate di Sodoma’, Pier Paolo Pasolini, 1975), probablemente la menos interesante película del director italiano, y las parejas se iban a Perpiñán a ver ‘El último tango en París’ (‘Last Tango in Paris’, Bernardo Bertolucci, 1972), también la película menos interesante de este realizador. Todo lo que fuera necesario para atisbar la línea de unas medias por debajo de la falda, o cualquier cosa minimamente erótica, exactamente igual que en los años veinte.

Hasta 1967, la censura en EEUU fue brutal, aunque en los últimos años ya se había rebajado un poco. Fue reemplazada por el actual sistema de clasficación por edades, que aunque muchas veces también resulta absurdo y desfasado, al menos le permite al personal ir al cine a ver la película que le de la gana. Pero censura, oficial o no, en los organismos, en las productoras, y sobre todo en las mentes de quienes hacen, consumen y escriben sobre cine, sigue habiendo y siempre habrá.

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