¿Alguien se acuerda de la película ‘Pleasantville’ de Gary Ross? En ella, Tobey Maguire interpretaba a un chico adicto a una serie de televisión de los cincuenta. Allí todo era perfecto: las familias desayunaban juntas cada mañana, el vecino saludaba con una sonrisa de oreja a oreja y no existían las catástrofes. Y, por cosas del azar, el protagonista cogía un mando a distancia mágico que le transportaba a ese universo de ficción. Pues, si me cayese ese cachivache en las manos y tuviera que elegir un sitio donde mudarme temporalmente, ni lo dudaría: que me manden a ‘Downton Abbey’, por favor.
Esta introducción, como podéis ver, ya es toda una declaración de intenciones. Desde que sobreviví a esos malabarismos temporales de la segunda temporada, que eran más confusos que las aventuras del ‘Doctor Who’ de Moffat, he caído rendido a los pies de la serie. Puedo ver algunos de sus defectos pero en resumidas cuentas asumo que ‘Downton Abbey’ vive en un estado de gracia permanente. No la veo pensando en los giros dramáticos sino que asumo que lo importante es disfrutar del camino, del precioso micro-universo creado y de sus momentos entrañables. Vamos, que no tengo ningún problema con este último especial de Navidad escrito por Julian Fellowes de la misma forma que también disfruté el anterior.
Como en la segunda temporada el guionista convirtió el episodio en una carta de amor de Mary y Matthew tan bonita que hasta olvidamos ese despropósito bélico, el listón quedó muy alto y desde entonces parece que todos los especiales tengan que ser clímaxes emocionales. Él no piensa lo mismo. El del año pasado fue una aletargada postal ambientada en Escocia donde finalmente el galán romántico tenía un accidente mortal y este se han mudado a Londres para aprovechar las costumbres urbanas de la capital del reino y llevarnos en una especie de vacaciones con ellos.
Los parientes de América
El elemento más comentado en las redes sociales fue el regreso de Shirley MacLaine y la llegada de Paul Giamatti como los parientes directos de Cora y la verdad es que aprovecharon estos fichajes. Venían de Estados Unidos, esa horrible tierra donde las tradiciones se habían perdido según los Crawley, y sus interacciones a la inglesa fueron muy entretenidas. Por un lado la madre de Cora, Martha Levinson, se dejó desear por un aristócrata en decadencia cuyas intenciones se veían a la legua y cuya conclusión fue muy divertida: la idea de prostituirlo a sus amigas ricas era algo que una mujer inglesa moral jamás hubiera propuesto. Pero también le ganó la batalla a Violet en su último enfrentamiento. Ni tan siquiera la viuda más afilada puede fingir mucho más tiempo que la decadencia de Inglaterra en ese momento ha llegado a un punto irreversible. Se quedó sin palabras, algo insólito en ella.
A Giamatti, en cambio, le dedicaron una de esas historias deliciosas que sólo Fellowes puede escribir. En esa hora y media convirtieron a ese hombre tan desagradable y agrio en un caballero, ni que fuera por su forma de dejarse encandilar por una muchacha a quien habían mandado a cazarle. A través de los ojos de ella, pudimos cambiar nuestra opinión sobre él, entender su forma de ser (el dinero, ese enemigo para el alma) y sólo puede echársele en cara a esa micro-historia que no tuviera continuación o un final más feliz. Pero esta también es parte de la magia: al final eran dos personas apreciándose por lo que eran y potenciando lo mejor del otro, sin esperar nada a cambio.
Operación: salvar a Eduardo VIII
La otra trama amable fue la concerniente al príncipe de Gales, Eduardo VIII, y que aquellos que no conocieran muy bien la historia británica pudieron entender gracias a ‘El discurso del rey’. Un mujeriego y polémico hombre a quien los Grantham se empeñaron en salvar su reputación (en un acto que no serviría para nada, como bien Robert) y que protagonizó momentos simpáticos. Ver a los Grantham actuando como si fueran una versión estirada de ‘Misión: Imposible’ sirvió para explotar la vertiente monárquica de la serie y descubrir que Bates no es tan honorable como finge ser. Por lo menos, su estancia en prisión sirvió para algo.
¿Otras tramas tan insustanciales como simpáticas? El cortejo que recibe Daisy y que puede que sirva para librarnos de Ivy, a quien nunca han sacado punta; las continuas propuestas de Carson para aprovechar el día libre, en un episodio donde demostró ser la persona más estirada de todo el imperio británico; la obsesión de Branson de plantearse constantemente donde encaja en esa sociedad; y los pequeños avances en el frente romántico de Isobel, que cada vez encuentra menos excusas para no dejarse seducir por un apuesto viudo.
El futuro y el lujo
En el especial, sin embargo, sí que se sembraron algunas semillas de lo que está por venir. Por lo que parece, por ejemplo, Bates quedará libre de toda culpa. A pesar de sus miradas letales a Lady Mary y a la señora Hughes, optaron por cuidar de la familia y está bien argumentado: no solamente tiene sentido que eviten un escándalo en la casa, la actuación de Bates, por horrible que fuera, estaba justificada. Imaginad que estuvierais en su lugar. De acuerdo.
Lady Edith hizo caso omiso a los consejos de sus familiares y acercó su bebé bastardo a Downton. Era imposible que una trama tan potente se quedase en una escapada a Suiza y la pobre necesita algún tipo de confort ahora que el universo ha dejado claro que no quiere que ella sea feliz. Y Lady Mary demostró que debería dar clases a la humanidad sobre cómo manejar dos hombres a la vez y no quedar como una calienta-braguetas.
Su triángulo amoroso está teniendo un enfoque interesante. Fellowes nos ahorra un intento fallido de darle un toque melodramático y épico (porque nada podrá compararse a la química con Matthew) y la revelación de Charles Blake no fue el arma de doble filo que creía. Lady Mary no le despreciaba por el hecho de no tener dinero, sino por el hecho de juzgarla y me llamó la atención esa reflexión en voz alta. Si hereda tierras, podrá compartir sus quebraderos de cabeza con él porque estará en la misma situación. Toca ser pragmática, que el amor ya lo vivió al máximo y la dejó vistiendo de duelo, y ahora tiene un legado en el que pensar.
Y, para terminar, toca hacer referencia a la grandeza de ‘Downton Abbey’ y de sus escenarios. ¿Pudieron ser más lujosas esas imágenes en el Buckingham Palace? ¿Y ese momento en el museo donde todos vestían prendas deliciosas? ¿Y qué decís de esa casa londinense, perfectamente encontrada? Pudimos sentirnos como la profesora y pretendienta de Branson cuando entró en la mansión de los Grantham y sintió la necesidad de subir al primer piso para contemplarla con toda su grandeza. Un placer, vamos.
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