Wes Anderson, uno de los máximos y más prolíficos exponentes del cine indie y de autor norteamericano del cambio de milenio, al fin nos trae la película que con tanta ansia esperábamos: 'Isla de perros' ('Isle of Dogs', 2018).
Tras tocar la cumbre de su estilo con la anterior, 'El gran Hotel Budapest' ('The Grand Budapest Hotel', 2014), en la que el conocido y reconocible realizador desarrolla su técnica hasta la máxima expresión, el de Texas reaparece entre grandes expectativas con una nueva aventura de animación con la que no sólo demuestra estar en plena forma, sino que además da un paso más en su madurez como cineasta.
Con 'Isla de perros', el padre de las aventuras más absurdas y disparatadas regresa al género animado de su fantástico Sr. Fox, con una nueva historieta tan divertida como militante. Situada en un Japón al mismo tiempo contemporáneo y onírico, la odisea del joven Atari por encontrar a su perro perdido, desterrado en una isla para canes enfermos, encierra una abrumadora lectura del mundo convulso de hoy, pero con ciertas reminiscencias de épocas y lugares remotos.
Evolucionado en fondo y forma, pero fiel a su estilo más claramente identificable y adorado por sus fans, como no podía ser de otra forma, 'Isla de perros' nos adentra de nuevo en los lugares comunes de la marca Wes Anderson. Los planos simétricos y frontales predominan en esta experiencia visual, por supuesto, pero también la comedia de lo absurdo, una aventura surrealista, planes, fugas, unos personajes profundamente humanos y un reparto de lujo.
Aprovechando el estreno de esta nueva y genial aventura, analizamos las claves del universo de un autor imprescindible en la constelación del cine independiente estadounidense que, por si quedaba alguna duda, trasciende mucho más allá de su estética.
Planos compuestos como pinturas detallistas
Efectivamente, Wes Anderson parece tener obsesión con el centro. Si algo caracteriza sus composiciones es precisamente el hecho de que siempre giran en torno a un punto concéntrico a partir del cual compone sus planos en clave simétrica. Una técnica desarrollada hasta su máximo en el hotel Budapest, aunque que, de forma más sutil, ya insinuaban sus primeros trabajos, compuestos en capas de profundidad casi pictórica, con sus piezas distribuidas de forma armónica dentro del cuadro.
'Ladrón que roba a otro ladrón' ('Bottle Rocket', 1996) y 'Academia Rushmore' ('Rushmore', 1998), ya con la mayoría de los elementos de la casa Anderson, iniciaban tímidamente el que se convertiría en un estilo reconocible a simple vista. Pero no sería hasta el cambio de milenio, con 'Los Tenenbaums. Una familia de genios' ('The Royal Tenembaums', 2001), cuando Anderson empujaría los rasgos que hoy le hacen identificable en cada fotograma.
Una técnica que no ha hecho más que crecer hasta desembocar en su grandilocuente última película de acción real y que ahora mantiene en la animación, a la que además con su última obra añade un componente extra de significado en su subtexto. Planos compuestos con precisión de cirujano, que implican desde (o especialmente) los departamentos de arte y vestuario hasta la propia fotografía, cuya luz limpia y sin sombras también evoluciona con su técnica de forma escalada hasta desembocar en la pureza quirúrgica de sus últimas creaciones.
Un estilo que se desarrolla en torno a unos mismos principios de estabilidad frontal junto a movimiento interno que relacionan los elementos dentro del cuadro, por oposición al montaje. Así, una cámara anclada observa a menudo a los personajes que desarrollan su (habitualmente patosa) acción frente a ella dentro de un espacio delimitado entre telón y telón, como quien representa un papel a lo largo y ancho del espacio concedido por un escenario.
Ese ojo externo, recurrentemente narrador, se apoya a menudo sobre su propio eje y nos arrastra a velocidad de vértigo por las tres dimensiones del espacio acotado en el que viven los personajes marionetas, entre paneos imposibles en horizontal y vertical, y zooms in/out que desafían todas las normas no escritas del "buen uso" de la óptica.
Todo ello acompañado de maravillosos travellings interminables, cámaras que traspasan las paredes, perfiles acusados, planos cenitales extraordinariamente compuestos y cargados de significación y planos detalle que liberan a los objetos de su condición de attrezzo para transformarlos en personajes en sí mismos.
Un universo en miniatura cuidadosamente diseñado y poblado por niños grandes
Efectivamente, Anderson desarrolla a lo largo de su carrera cinematográfica todo un catálogo de objetos que encierran un significado específico y recurrente, y que devienen elementos clave para entender su obra. Ninguno de sus alocados planes de fuga, base de todas y cada una de sus narraciones, sería lo mismo sin unos prismáticos, por ejemplo. Un elemento clave ya enunciado desde el segundo plano de su primera obra, en la que Dignan ayuda a su inseparable amigo Anthony a escapar de la institución psiquiátrica en la que, voluntariamente, se encuentra interno.
Un patrón que se repetiría cíclicamente hasta incluso convertirse en parte importante en el desarrollo de la personalidad de uno de sus personajes más carismáticos, Suzy ('Moonrise Kingdom', 2012). Y como no hay fuga sin plan, cada cual más disparatado, los personajes de Anderson disponen de toda clase de mapas, planos, esquemas y apuntes para llevarlos a cabo. Pizarra y tiza, pinturas, rotuladores, cuadernos y todo tipo de materiales escolares son imprescindibles en toda aventura andersoniana.
De esta forma, la fuga aparece tratada como una especie de travesura infantil, en la que sus protagonistas, altamente motivados y siempre bienintencionados, precisan de escrupulosas reuniones en las que repasar los principios básicos de la maniobra. Cónclaves súper importantes y secretos donde el rocambolesco equipo, a menudo incluso uniformado, se prepara para la gran aventura de sus vidas.
En otras ocasiones, los mensajes clave se transmiten a través de arcaicos sistemas de comunicación, como teléfonos salidos directamente de otro tiempo y cabinas situadas en los puntos más recónditos, a los que sólo es posible acceder tras haber superado una aventura en sí misma, como en el caso del 'Gran Hotel Budapest'.
Gramófonos, radios antiquísimas, magnetófonos o incluso sistemas de comunicación por radiofrecuencia, son los cachivaches favoritos de los personajes de Anderson, que además utilizan los más extraños y extravagantes medios de transporte.
Así, una moto en miniatura en 'Bottle Rocket', la camioneta de los dulces de 'Gran Hotel Budapest' o, más recientemente, una cesta colgante movida por una especie de cadena de teleférico en ‘Isla de perros’, parecen los vehículos más adecuados para el escape. Trenes, aviones de todo tipo, barcos, barquitas y submarinos, bicis, motos con sidecar y furgonetas de otra época confirman una obsesión por el continuo trajín de unos personajes en huida constante.
Y en su fuga, las cartas (presentes a lo largo de todo el corpus de la obra de Wes Anderson), dan lugar al encuentro y el desencuentro, entre el misterio ante la reacción del receptor, el drama y la solemnidad. Cartas con urgencia, otras nostálgicas; cartas de declaración de principios o cartas de amor. Correspondencia, en definitiva, como forma específica de comunicación y, en el fondo, como vía que encierra la inocencia de la infancia.
En esta línea, la óptica del cineasta se desplaza a sus anchas a través de edificios sin paredes, cual casas de muñecas donde habitan todas las criaturas del universo Anderson. Buena muestra de ello es la hermosísima presentación de la casa de Suzy en 'Moonrise Kingdom' o el paseo que nos introduce por el palacete de los Tenembaums.
El submarino de Steve Zissou, las madrigueras de la familia Fox o el propio Gran Hotel Budapest son sólo algunos ejemplos más. Todas ellas, casas de papel llenas de recovecos y escondrijos donde los protagonistas, de alguna forma inadaptados, especiales, y a la vez profundamente sensibles, acaban acudiendo en busca de refugio. Bien sea un trastero lleno de juegos de mesa, un ascensor o una tienda de campaña.
Hablar del hogar Anderson es también hablar de familias disfuncionales, peculiares, pero donde, a su manera, no falta el amor. Un adolescente que aspira a tomar las riendas en una relación plenamente madura y adulta ('Bottle Rocket'), tres hijos en busca de una madre fugada que persigue la paz de la India ('Viaje a Darjeeling') o un lobo de mar que abandona cualquier compromiso que le obligue a permanecer con los pies en la tierra en busca de un tiburón-jaguar que ni siquiera sabe si existe (en homenaje, por cierto, al oceanógrafo Jacques Cousteau; 'Life Aquatic').
Los personajes nacidos de la pluma del cineasta son tremendamente emocionales, explosivos y extravagantes, quizá algo patéticos, claramente imperfectos, pero ciertamente tiernos, y todos ellos guardan una semejanza incontestable: con sus torpes reacciones, sus dramas, intentos y tropiezos, no son sino niños atrapados en la forma de un adulto. Por el contrario, la infancia andersoniana se compone de un puñado de niños especiales que toman la responsabilidad que a sus mayores les viene grande.
Max Fischer, a cargo de todas las actividades extraordinarias programadas en la academia Rushmore y dramaturgo de excepción; Chas Tenembaum, un crack de las finanzas y multi-propietario que no levanta un palmo del suelo; Suzy y Sam, artista polifacética y boy scout pintor, implicados en una historia de amor más madura que la de sus propios padres o, sin ir más lejos, Atari, el aviador que intentará salvar a los perros de la dictadura de Kobayashi.
En esta paradoja de papeles invertidos, la animación lleva esta dicotomía un paso más allá y añade un punto más de profundidad, con la introducción del rol de los animales: profundamente humanos y sesudos, por oposición a las personas, a menudo representadas como bestias sin escrúpulos.
Sus actores, los mejores compañeros de aventuras
Un por entonces desconocido Owen Wilson (de hecho, nunca antes había sido actor) coescribe con Anderson el guión del corto que engendraba 'Bottle Rocket' en 1994, y con ambos, corto y largo, nace la estrella de la interpretación que auguraba una emergente carrera en Hollywood a principios de los 2000.
Owen, junto a su hermano Luke Wilson, también catapultado hacia la actuación con aquel germen del universo Anderson, se convertirían en compañeros de aventuras del entonces universitario cineasta. Junto con ellos, el siempre cómico Kumar Pallana y Jason Schwartzman, descubierto en 'Rushmore', se uniría al equipo artístico, sin el cual es imposible concebir lo que se cuece dentro de la casa Anderson.
Bill Murray, por otro lado, como pieza clave en unas obras a menudo corales, introduce el contrapunto al descubrimiento de talentos. Anjelica Huston, Willem Dafoe, Adrien Brody, y más recientemente Edward Norton o Tilda Swinton completan el casting recurrente de su cinematografía, que además cuenta con eclécticas colaboraciones esporádicas de todo tipo, como la de Gwyneth Paltrow como Margot Tenembaum; Cate Blanchett a bordo del Belafonte junto al equipo Zissou; Bruce Willis como el implicado capitán Sharp de la isla de New Penzance; o Greta Gerwig, recientemente añadida a las filas de 'Isla de perros'.
También el equipo técnico se mantiene fiel en la familia Anderson, empezando por el director de fotografía. Robert D. Yeoman, autor de la imagen de un buen puñado de títulos de lo más variopinto (de 'Johny Be Good' a 'Manolete') es el que firma este estilo visual tan apreciado como reconocible, con la única excepción de las dos películas de animación. Efectivamente, el responsable del brillante trabajo stop-motion en 'Fantástico Sr. Fox' e 'Isla de perros' no podía ser otro que Tristan Oliver, creador a su vez de, entre otras, 'Evasión en la granja’ y 'ParaNorman'.
Como con su equipo de actores, que evoluciona en varias etapas, delimitadas en torno al paso de 'Los Tenenbaums' y 'Life Aquatic', y de nuevo tras su primer trabajo de animación, Anderson trabaja casi siempre con dos montadores: David Moritz como mano derecha en sus inicios y Andrew Weisblum en su etapa más reciente. También el trabajo de guión, siempre a cargo del propio realizador, es a menudo compartido según periodos con otros guionistas aclamadísimos del panorama indie como Noah Baumbach ('Fantástico Sr. Fox') o Roman Coppola ('Moonrise Kingdom').
Mención aparte merece Alexander Desplat, uno de los hombres del momento, al mando de la música desde 'Mr. Fox'. Ganador de su primer Oscar precisamente con 'Gran Hotel Budapest', sus reconocibles composiciones dan en el clavo con cada nueva película, donde, fiel al estilo inicial, combina canciones populares pop y rock con composiciones orquestales en las que introduce cada vez un elemento único asociado a cada historia.
Éstas, junto a unos títulos de créditos preciosistas, siempre coloridos, acaban de redondear unas marcas de estilo que convierten la obra de Wes Anderson a la vez en pieza de culto y fenómeno de fans.
Una vía de escape, absurda e hilarante
Basadas todas sus obras en la percepción emocional del espectador y al mismo tiempo quizá movido por esa obsesión de categorizar todos los elementos dentro de una lógica, Anderson sustenta sus historias en paletas cromáticas acotadas, que se mueven por lo general entre las gamas cálidas anaranjadas, con un cierto elemento sobresaliente, habitualmente el rojo, que varía dependiendo de los rasgos destacados en cada historia.
Así, por ejemplo, el azul se convierte en pieza clave en su vida acuática, mientras que el rosa configura toda la estética en torno a la que gira el Hotel Budapest. Una forma de trabajar el diseño de sus películas totalmente particular, que en el fondo tiene algo de nostalgia cinéfila. Quizá una de las razones del gran atractivo que genera entre el gran público.
Decorados grandilocuentes y grandiosas puestas en escena, más bien propios de las obras de teatro que ocupan en segundo término la trama de buena parte de su obra, completan la magia del universo Anderson. Peculiarmente compuesto a base de maquetas y virtuosos efectos visuales más bien propios de otra época, totalmente artesanales, de ilusiones ópticas y miniaturas, engranajes y poleas, que se cristaliza de forma extrema en sus dos trabajos de animación stop motion construidos con marionetas.
Entre alocadas evasiones y fugas frustradas, robos, bandas criminales, declaraciones de grandes gestos y pasionales historias de amor, sueños extravagantes y personajes extraordinarios, las de Wes Anderson son puramente películas de aventuras.
Una lectura totalmente única sobre la condición humana, que con ciertos toques de fantasía infantil algo surrealista aporta una perspectiva optimista a nuestra naturaleza imperfecta e irrepetible, y brinda una vía de escape contra la normalidad cotidiana por medio del absurdo, que resulta absolutamente hilarante.
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