Siempre defenderé la idea de que uno de los peores males que sufre el aficionado asiduo al terror es el de la insensibilización progresiva. Un mal derivado de la ingesta masiva de obras pertenecientes al género y de la asimilación de los mecanismos del mismo, que se traduce en una indiferencia involuntaria. Lo que viene a ser estar curado de espanto.
Sabiendo esto, no es de extrañar que haya celebrado con especial entusiasmo la maravillosa 'Chernobyl' de Craig Mazin y su apuesta por el horror más puro y visceral enmascarada bajo un envoltorio de thriller político basado en hechos reales; cóctel que reivindico como, probablemente, lo más terrorífico que nos ha dado —y nos va a dar, salvo sorpresa— este 2019.
Pero dentro de su desasosegante tono y de sus grotescos coqueteos con el body horror, que hacen complicado conciliar el sueño después de su visionado, hay una escena en particular que me ha hecho sudar y ha acelerado mi pulso como ninguna otra en mucho tiempo. Estoy hablando del cliffhanger del segundo episodio, cuyas claves vamos a analizar a continuación para descubrir qué lo hace funcionar con semejante intensidad.
El enemigo invisible
Una vez tiene lugar el accidente nuclear que sirve como detonante, 'Chernobyl' juega constantemente con un elemento clave como es el miedo a una amenaza invisible; primer y gran responsable del triunfo de la escena ambientada en los sótanos inundados de la central nuclear.
En este caso, la radiación hace las veces de antagonista, casi sobrenatural, cuya representación en pantalla tan sólo puede ser sugerida mediante el juego con los aires en los planos, el empleo del sonido ambiente o la incorporación de partículas digitales que invitan a pensar en la propagación a través del aire; recursos potenciados por una ironía dramática que induce al espectador un estado de pánico y alerta constante.
Esta relación entre invisibilidad y género no es, ni mucho menos, nueva, pudiendo darse forma a una amplísima colección de ejemplos desde 'El hombre invisible' de James Whale hasta la polémica 'El incidente' de M. Night Shyamalan, pasando por la sobrecogedora 'El ente' de Sidney J. Furie; uno de los largometrajes que más noches de insomnio me han provocado.
Todas las producciones mencionadas anteriormente —y sus congéneres no mentadas— tienen como denominador común esa fobia a lo desconocido inherente al ser humano, llevada un paso más allá al hacer al antagonista imperceptible a la vista; ya sea este un poltergeist, un fenómeno natural o, como en el caso que nos ocupa, la radiación.
La retorcida magia de Craig Mazin
Poco después del estreno de 'Chernobyl', su creador y guionista compartió en la página web de su colega John August —gran escritor y mejor podcaster— los libretos de la miniserie y, tras leer y analizar a conciencia el clímax del segundo episodio, puedo afirmar que es igual de horripilante sobre el papel que traducido en imágenes.
En apenas tres páginas, Craig Mazin da una clase magistral sobre creación de atmósferas que no necesita de diálogos ni artificios para poner los pelos de punta al lector más experimentado; tan sólo tres personajes, agua, luz —o la ausencia de ella—, radiación, y una relación coherente y causal entre todo ello planteada in crescendo.
"Las siluetas de los tres hombres están en contra del RECTÁNGULO BLANCO DE LUZ en la entrada. Se adentran en la oscuridad... y la PUERTA SE SELLA TRAS ELLOS con un grave y reverberado BOOM. Están aislados dentro. Oscuridad total". Con estas breves frases, Mazin nos introduce en el infierno subterráneo de Chernobyl, marcando el tono del pasaje y planteando la oscuridad y el aislamiento como ejes centrales.
A partir de este punto, el guionista conduce a sus protagonistas a través de las devastadas entrañas de la central nuclear, descrita como si de una criatura con vida propia se tratase, en la que vísceras y órganos se muestran como redes enreveasdas de tuberías y amasijos de escombros, y establece una relación entre elementos que hace avanzar la narrativa y aumenta la sensación de peligro.
Conforme los voluntarios descienden, el agua hace acto de presencia, lo cual hace que se disparen las agujas de los medidores de radiación. A mayor cantidad de agua, más radiación. Cuanta más profundidad, más cubiertos de líquido contaminado están los personajes y más conscientes son del peligro incorpóreo que les rodea.
Junto al agua y la radiación, aumentan la ansiedad —No hay más sonido que su RESPIRACIÓN... y el QUEJIDO ocasional del edificio sobre ellos..."— y la desorientación. Y, justo en el momento en que el agua y la radiación parecen haber alcanzado sus máximo, Mazin da un paso más allá. No ha torturado lo suficiente al trío. Hace que sus linternas, única fuente de luz, comiencen a fallar.
"La única linterna que les queda PARPADEA de nuevo. Bezpalov la golpea. La luz vuelve a encenderse. Y luego se APAGA. Y ahora no vemos nada. No hay paredes. No hay suelo. No hay dirección. Sólo el sonido de tres hombres perdidos en el agua creciente, y su RESPIRACIÓN... yendo más RÁPIDA y MÁS RUIDOSA hasta que es demasiado como para soportarlo y: NEGRO."
Y así, tras jugar con la idea de privar a nuestros ojos dentro de Chernobyl de su último sentido, el escritor pone punto y final a la escena; devolviéndonos a la total oscuridad con la que comenzamos tras un viaje asfixiante en el que los pensamientos de los protagónicos —"No. Por favor."—, escritos en cursiva, terminan de destrozarnos los ervios.
El crepitar de los dosímetros
Si el trabajo de Craig Mazin es sobresaliente, el realizador Johan Renck, responsable de los cinco episodios que componen 'Chernobyl', brilla al mismo nivel; reescribiendo el texto del neoyorquino con gran fidelidad, pero impulsándolo un paso más allá gracias a los recursos propios del medio audiovisual.
Con un ritmo pausado que cumple con esa regla no escrita que dictamina que una página de guión equivale a un minuto de metraje, Renck mantiene intacta la correlación entre agua, radiación y pánico de la que hablábamos anteriormente, e introduce un elemento esencial que Mazin dejaba en un segundo término: el crepitar de los dosímetros.
Si hay un aspecto formal que hiela la sangre en este fragmento, más allá de la magnífica —y lóbrega— dirección de fotografía del sueco Jakob Ihre, ese, sin lugar a dudas, es el sonido. El realizador extrae oro del enervante ruido que emiten los medidores de radiación, jugando con su intensidad para manejar la sensación de crescendo.
Gracias a esto, Renck no necesita volcarse en la planificación para cortar la respiración del respetable, permitiéndose el lujo de utilizar encuadres amplios y recurrir puntualmente al primer plano, al centrar la atención en el chasquido, acompasado con los jadeos de los protagonistas, que alcanzan su punto álgido durante los últimos segundos del episodio.
Es en este tramo final donde radica la mayor diferencia respecto al libreto de Mazin. Mientras este terminaba una vez se apaga la última linterna, quedando todo en completa oscuridad, el diretor opta por mantener la imagen en negro durante unos angustiosos diez segundos en los que el sonido cobra aún más intensidad hasta que, tal y como reza el guión, "es demasiado como para soportarlo".
Tras esto, una vez circulan los títulos de crédito en pantalla, tan sólo queda secarse las palmas de las manos, recobrar el aliento, tratar de disminuir el ritmo cardiaco, y celebrar haber podido disfrutar de un hito del terror catódico como es 'Chernobyl' y, más concretamente, este cierre de 'Please Remain Calm'.
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