Siempre pensé que sería estupendo hacer películas en Hollywood, pero bajo mis condiciones. Las películas deben venir de mi, aunque no las haya escrito yo. Tengo que apasionarme por ellas, o sentir que son parte de mi de alguna manera. Nunca he querido llegar allí como un pistolero a sueldo y decir, "denme un trabajo". Peter Weir
Fiel al espíritu que se deriva de la cita anterior y con el éxito de 'El año que vivimos peligrosamente' ('The year of living dangerously', 1983) como puente hacia la entrada en el mercado norteamericano, el primer proyecto en el que Peter Weir comenzó a trabajar en tierras estadounidenses fue la adaptación de la obra de Paul Theroux 'La costa de los mosquitos': publicada en 1981 y con los derechos de la misma adquiridos por Joe Hellman, el guión del filme iba a ser adaptado por Paul Schrader y Weir estuvo implicado en el desarrollo junto al productor hasta que comenzaron a surgir problemas económicos hacia 1983 que paralizaron el inminente comienzo del rodaje.
Deseoso de arrancar en su periplo norteamericano Weir tomo la decisión de intentar subirse al carro de alguna producción que ya contara con el beneplácito de una productora y a la que sólo le faltara un cineasta que se sentara en la butaca del director. 'Único testigo' ('Witness', 1985) ya había sido ofrecido al realizador cuando Harrison Ford, cuyo contrato establecía que tenía poder de decisión sobre aquél que fuera a dirigir el filme, coincidió con el productor de la cinta en que el realizador de 'Gallipoli' (id, 1981) era la persona idónea para ponerse al mando de la función.
Ocupado como estaba en ese momento con 'La costa de los mosquitos', resulta cuanto menos curioso que, tras barajar otros nombres, estrella y productor volvieran a contactar con Weir justo cuando éste abandonaba momentáneamente un proyecto que, ironías de la industria, terminaría protagonizando el propio Ford. Lo que quedaba claro es que esta historia de amor entre un policía y una viuda Amish (Kelly McGillis), a cuyo hijo (Lukas Haas) debe proteger el agente tras ser testigo ocular de un asesinato, entroncaba sin remisión en las sensibilidades y ejes temáticos que hasta entonces habían venido caracterizando la trayectoria del australiano.
Es más, sin ser un proyecto salido de su voluntad, 'Único testigo' permite a Weir explorar con inusitada fortaleza, y de forma simultánea, tanto el conflicto entre opuestos como la inserción del extraño, poniéndose de relieve este último matiz en una espléndida doble lectura: si hasta ahora la inmersión del individuo en un universo ajeno se había visto en un único sentido en la práctica totalidad de sus títulos anteriores, aquí la constante se explicita tanto en el personaje de Samuel, el niño cuya inocente mirada presencia un terrible crimen, como en el de John Book, el cosmpolita policía que deberá internarse en la aislada autarquía que es el colectivo Amish.
Y si interesante resulta el análisis que la cinta hace del constante conflicto que la mentalidad "inglesa" y policial del personaje de Book provoca en su incomprensión de la no-violencia practicada por el estilo de vida de tan singular colectivo —un colectivo que podríamos asemejar, en parte, al de ese extraño pueblo que era el París de 'Los coches que devoraron París' ('The cars that ate Paris', 1974)—; aún más lo es el juego de simetrías y ecos con el que Weir vertebra la historia de amor entre los personajes de Ford y McGillis.
Ya vimos en la entrada correspondiente a 'Gallipoli' como el cineasta planteaba una simetría magistral entre el comienzo del filme y su dramático final, un recurso que Weir refinará en 'Único testigo' hasta llevarlo a extremos sublimes, haciendo descansar gran parte del mensaje que el espectador recibe acerca de la compleja relación entre John y Rachel en las miradas y gestos que intercambian los actores y en un juego de encuadres perfectamente planificados que dejan muy poco lugar a las dudas que uno pueda plantearse al respecto de la genialidad que siempre ha acompañado al cineasta.
(De aquí en adelante, spoilers) Dicho juego queda estructurado en dos secuencias que basculan sobre aquella en la que John descubre a Rachel bañándose en su habitación. Los primeros planos de la escena, que centran nuestra atención en el pileta de donde la viuda toma el agua con una esponja, y en cómo acaricia su cuerpo con la misma mientras deja el agua caer, sirven de referente inmediato a los planos en los que veíamos a la mujer atendiendo a John mientras este yacía en la cama preso del dolor provocado por una herida de bala.
Reforzada la naturalidad de ambas escenas —iluminadas por la luz de un quinqué— por la espléndida fotografía de John Seale, operador de cámara de Weir en su etapa australiana, la singular relevancia de las mismas queda no obstante superada por la relación que se establece entre el momento en que John irrumpe en el ritual de la limpieza de Rachel y la secuencia que sirve de despedida a ambos personajes al final del filme: aquí es donde Weir carga las tintas en la planificación que antes comentaba, y esa mirada que John baja para dar a entender a Rachel que su relación es imposible es exactamente igual a la que ésta le devuelve cuando ambos se dicen adiós sabiendo que nunca podrán estar juntos.
En esta amalgama de géneros que es 'Único testigo' —un filme en el que Weir casa en lo visual el thriller y el drama romántico añadiendo a la mezcla una esencia de western nada desdeñable—, el cineasta vuelve a hacer de la economía narrativa y el clasicismo de formas su mejores armas, algo que se observa desde casi el primer minuto de proyección y que es especialmente brillante en el planteamiento del asesinato en la estación de tren y, sobre todo, en la fabulosa secuencia del levantamiento del granero y el almuerzo que lo acompaña, en la que todo lo que se dicen los personajes queda puesto en escena mediante las miradas encontradas de los sentados a la mesa.
Con un tercer acto en el que la violencia se desata, los tintes de western se hacen más evidentes que nunca y esos planos a ras de suelo de las piernas de los tres villanos/pistoleros o la clara asociación de John Book tanto con el Will Kane de 'Solo ante el peligro' ('High noon', Fred Zinemann, 1952) como con el Ethan de 'Centauros del desierto' ('The searchers', John Ford, 1956) son algunos de los ejemplos que cierran una cinta redonda, llena de silencios a los que la música de Maurice Jarre completa con maestria —de nuevo, la secuencia del levantamiento del granero— revelando una vez más la especial sensibilidad de Weir para con el ajuste sonoro de sus filmes.
Nominada a ocho Oscars y acreedora de los correspondientes a Mejor Guión Original y Mejor Montaje —merecidísimos ambos— y con una taquilla que casi sixtuplicó su inversión inicial, Peter Weir no podría haber pedido un mejor comienzo de su andadura por tierras yanquis. Una andadura que, como apuntábamos la semana pasada, estaba a punto de trastabillar antes de poder encontrar su equilibrio.
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