Jehovah tiene el diablo. Aquiles tiene su talón. Mahoma tiene su montaña. Don Quijote tiene sus molinos. Y SHERLOCK HOLMES, Dios le bendiga, tiene su MORIARTY.
Tras el fracaso de la estupenda, e incomprendida, ‘Casta invencible’ (‘Sometimes a Great Notion’, Paul Newman, 1971), el actor, director y productor de los ojos azules más famosos del celuloide realizó uno de sus movimientos más arriesgados, o quizá no tanto, al hacerlo únicamente como productor. ‘El detective y la doctora’ (‘They Might Be Giants’, Anthony Harvey, 1971) es la única película que Paul Newman produjo sin intervenir en ella como actor o director, ni siquiera su nombre en los títulos de crédito.
A través de su productora Newman-Foreman Company, el actor entrega a su mujer un producto de lo más extraño, que se anticipaba en cuatro años a la muy famosa, y magnífica, ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’ (‘One Flew Over the Cuckoo's Nest’, Milos Forman, 1975), y unos cuantos más a ‘El rey pescador’ (‘The Fisher King’, Terry Gilliam, 1991), con la que guarda más de un elemento. El universo de Sherlock Holmes es la excusa para un relato sobre la identidad, entre otras cosas. Joanne Woodward sorprende como peculiar Watson.
Sherlock Holmes y Don Quijote
‘El detective y la doctora’ narra la historia de un pobre hombre, pero al que no le falta de nada económicamente hablando, Justin, que tras la muerte de sus esposa anda por el mundo creyéndose Sherlock Holmes. Tal y como el título original de la cinta indica, nos encontramos ante un tratamiento del personaje de Arthur Conan Doyle con un toque del Quijote de Cervantes. Justin, al igual que el célebre personaje cervantino reinterpreta las cosas que ve en la vida real, transformándolas en su mente. Sin embargo, poco a poco comprobamos que dicha locura es algo muy normal.
El hermano de Justin, que está siendo chantajeado –el caso criminal de la aventura de Holmes−, y realmente quiere librarse de él para quedarse con toda su fortuna, contrata los servicios de una doctora en psiquiatría (Woodward) para que dictamine su locura y así poder ingresarle. Pero la doctora Watson encontrará en el “loco” Justin alguien a quien comprender, respetar e incluso admirar. Acompañará a Holmes/Justin en su personal aventura de lucha contra la maldad de Moriarty, aquí más un concepto que un personaje en sí, sin duda uno de los aciertos de la película.
‘La detective y la doctora’ era, en principio, una película para la televisión, cambiando su destino durante el proceso de rodaje, y también sufriendo el tijeretazo. Sirva como ejemplo la trama de los chantajes, que se pierde en el limbo; o sin ir más lejos, esos cambios bruscos de tono, y puede que intenciones, pasando el film de la comedia pura y dura, con referencias a la obra literaria, a otros instantes de una emotividad muy bien medida; anótese el personaje que toda su vida ha querido ser Pimpinela escarlata, instante en el que el film empieza a cobrar un sentido fascinante.
Bendita locura
Instantes como el de la central telefónica, o el jardín en el ático de un edificio, desconcertantes como pocos, buscando quizá cierto equilibro entre realidad y ficción, entre locura y cordura, chocan sin remedio contra aquellos en los que la película parece presentar sus alegóricas cartas. Todos podríamos ser Holmes, y lo que es más interesante aún, todos podríamos ser Moriarty, en este caso espectadores sin compasión, ni criterio, ni memoria, que juzga, dictamina el estado mental de los dos personajes centrales de ‘El detective y la doctora’, servidos con incuestionable feeling entre Woodward y un fantástico George C. Scott.
Anthony Harvey, que vuelve a contar con un libreto de James Goldman –que adapta su propia obra− tras ‘El león en el invierno’ (‘The Lion in Winter’, 1969), acierta de lleno al ambientar New York como si de Londres se tratase, con su niebla y todo. Los recovecos más sucios y descuidados de la ciudad por la que la locura campa a sus anchas, y en las que transcurre el último tercio del film, cuando Holmes decide enfrentarse a Moriarty, armado de valor al lado de su amada Watson, mientras se les van uniendo, en una secuencia llena de épica, todos los personajes, locos o cuerdos, que Holmes se ha encontrado a lo largo de la película.
El gran John Barry compone una de sus nostálgicas bandas sonoras para una película que tiene bastante de metalenguaje en un tiempo en el que el espectador buscaba otro tipo de cosas, de ahí el estrepitoso fracaso del film. Y un plano final absolutamente arrebatador, con los dos personajes centrales, enfrentados al metafórico Moriarty, con la cabeza bien alta, de frente, y una luz que le infiere a la secuencia interpretaciones de la más diversa índole, que bien podría ser la llegada de la cordura, un mundo de resignación, o la exaltación de la imaginación como el verdadero mundo real, el personal.
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