Paul Thomas Anderson, autor superdotado y regular como pocos, vive en su propio planeta. Eso es un hecho tan cierto como el talento con el que plasma en celuloide sus historias atemporales. Tras 'El hilo invisible', la que pensábamos que sería su película más accesible, llega 'Licorice Pizza', nueva muestra de la infinita capacidad del cineasta californiano para mostrar algo que conoce mejor que nadie.
Soñadores de una noche de verano
'Licorice Pizza' no engaña a nadie y va directa al grano desde el primer fotograma de una película hermosamente retratada a través de un salvaje CinemaScope en 35mm, otro de los grandes valores añadidos de la carrera de Anderson. Desde sus primeros segundos ya nos encontramos con los dos adorables protagonistas de la historia, Alana y Gary, dos corazones solitarios con ganas de encontrar un compañero de vida.
Desde ese primer y casual encuentro, a ritmo de David Bowie o The Doors y entre camas de agua, crisis petrolíferas y flippers ilegales, estos dos corazones no dejarán de chocar uno contra otro hasta terminar de encajar. O al menos así lo intentarán durante las cálidas noches del verano californiano llenas de sueños de grandeza en el verano en que murió John Ford.
Entre su violentamente delicada 'Embriagado de amor' (que cumple 20 años) y las juventudes de 'American Graffiti' o 'Aquel excitante curso', con la que comparte a Sean Penn cuarenta años después, el nuevo trabajo de Anderson es un regalo para las pantallas de cine. Su fotografía, compartida con Michael Bauman, sirve en bandeja a Andy Jurgensen su primer crédito de editor en largometrajes. Jurgensen, que ha trabajado con el director en sus videoclips, ofrece un corte dinámico con el que aligerar sus 133 minutos de duración.
Todos esos aspectos técnicos, unidos a la ausencia de estrellas, ya que los nombres de primeras espadas son poco más que cameos, hacen que sea difícil ver 'Licorice Pizza' como un producto de nuestro tiempo. Lo nuevo de Anderson es una cápsula del tiempo enterrada en un bosque de Encino que acaba de ser descubierta.
Anderson no comenzó a hacer peliculitas a principios de los 80, pero a buen seguro que su memoria ya había registrado todas esas andanzas en el corazón del Valle de San Fernando que le vio nacer tres años antes de los acontecimientos de la película. El sentimiento a flor de piel de estar contando algo que conoce perfectamente estalla fuera de la pantalla.
Ahora mismo no es posible hablar sobre PTA sin tener muy presente el extraordinario trabajo de Jonny Greenwood, su músico de confianza desde 'Pozos de ambición' y que aporta en esta ocasión unos hermosos, delicados y magníficos tres minutos que saben a poco. Es, tal vez, la mayor pega que le puedo poner a la película. Anderson toma la decisión de recurrir a hits de la época y se olvida de adornar sus imágenes con una partitura original, y eso duele un poquito si tenemos en cuenta que el trabajo del guitarrista de Radiohead en su anterior largometraje es una de las bandas sonoras más increíbles de los últimos 3000 años.
Pero donde no hay ninguna duda es en lo referente a su reparto. La naturalidad y química entre Alana Haim (y a toda su familia), con la que Anderson ha trabajado durante años filmando a su banda, y Cooper Hoffman está a prueba de bombas, y los secundarios que inundan esas calles con aromas psicotrópicos tienen su momento para brillar. Ojo a la aparición entre nubes de humo de Tom Waits, a los invisibles cameos de Spike Jonze y John C. Reilly o a la divertidísima neurosis de Jon Peters, AKA Bradley Cooper en una peli de Scorsese.
'Licorice Pizza' llegará justo antes de San Valentín, así que no se me ocurre un mejor plan que revivir la llama, cualquiera que sea, a través de sus imágenes y sonidos. Tampoco me quiero despedir sin confirmar que una de las cosas más divertidas de la película es la coña políticamente incorrecta que asomó la patita en redes hace unas semanas y con la que John Michael Higgins me hizo estallar de risa. Dos veces.
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