En un momento dado de la proyección del último filme de Ben Stiller, uno de los amigos con los que acudí al cine a verla me comentaba que, hasta ese instante, 'La vida secreta de Walter Mitty' ('The Secret Life of Walter Mitty', Ben Stiller, 2013) era todo lo contrario a "aquella película en la que un chaval se iba a Alaska a conectar con el mundo...si hombre...cómo se llamaba...". Seguro que más de uno sabe que mi estimado acompañante se refería a 'Hacia rutas salvajes' ('Into the Wild', 2007), aquél deprimente filme que, basado en la novela homónima de Jon Krakauer, firmaba curiosamente uno de los integrantes del reparto de 'Walter Mitty', Sean Penn.
Y lo cierto es que hay que rendirse ante la evidencia de que mucha verdad albergaban las palabras de aquél que ocupaba el asiento de mi izquierda, ya que si la cinta protagonizada por Emile Hirsch ponía a prueba al espectador mediante un durísimo metraje —sobre todo su tramo final— cuyo esperanzador sentido resultaba complicado de aprehender, 'La vida secreta de Walter Mitty' es todo lo contrario, construyendo aquí Stiller con la ayuda de Steve Conrad, guionista de la producción, una película vitalista hasta la médula, un canto de incuestionable belleza visual, que en su carácter de crowd pleasing encuentra unas fortalezas a las que, no obstante, les falta algo.
Y ese algo resulta tan huidizo, que cada vez que uno cree que puede poner el dedo sobre él, termina por escurrirse por entre alguna de las genialidades que el filme va atesorando de forma intermitente, siendo incapaz este espectador de expresar de forma concretaqué es, hablando a las claras, lo que falla en 'La vida secreta de Walter Mitty'. De ahí el que a la hora de discutir sobre la cinta, haya que dirimir sus resultados en certezas y posibilidades, siendo quizás —y sólo quizás— la suma de éstas últimas las que pudieran llegar a determinar aquello de lo que carece tan simpático filme.
Certeza es, no cabe duda, que dicha simpatía es uno de los garantes fundamentales a la hora de ganarse al público en los primeros minutos de proyección, algo que se produce, no cabe duda, verbigracia a los varios momentos en los que se visualizan las ensoñaciones de Walter, el grisáceo encargado del departamento de negativos de la mítica revista LIFE cuyas "idas de olla" suponen álgidas secuencias del metraje —atención especial merece en este sentido el particular "homenaje" a cierta cinta protagonizada por Brad Pitt. Unida a dichas secuencias, y formando parte de la singular amabilidad de la cinta, están sus dos personajes principales, encarnados por unos Stiller y Kristen Wiig sobre los que el primero hace descansar mucha de la responsabilidad de la sensación de cercanía que transmite la práctica totalidad de la historia.
Es precisamente referida a ésta última donde habría que apuntar hacia una de esas posibilidades de las que hablaba más arriba, ya que, al menos en lo que a servidor concierne, esa cercanía comporta mayor suspensión de credulidad en el primer acto de la cinta que a partir del momento en el que Walter decide tomar las riendas de su monótona existencia y vivir por sí mismo lo que hasta entonces sólo ha imaginado. Dicho de otra manera, resulta mucho más veraz todo aquello que se desarrolla en Nueva York durante la primera media hora de proyección que las increíbles "hazañas" que, movido por un impulso que quizás habría necesitado de ulteriores justificaciones, nuestro "héroe" va viviendo en la búsqueda del personaje interpretado por Sean Penn.
A la posibilidad de que dicha sensación sea la que provoca la creencia de que algo le falta al filme, se suma el hecho de que el "villano" de la función —el ejecutivo que interpreta Adam Scott— sea una estridente caricatura cuyas intervenciones carecen del peso suficiente como para tomarle una antipatía que hasta cierto punto hubiera sido deseable para que la odisea de Mitty se hubiera percibido más veraz. Aunque, al mismo tiempo, cabe la opción de que las intenciones de Stiller fueran precisamente esas y que el tono de fabulación que impregna a toda la narración modele a los personajes en las formas que podemos ver.
Sea como sea, una de las mayores certezas con las que el espectador abandona la sala es la de haber asistido a un despliegue brillante de dirección y edición que, no cabe duda, están llamados a convertirse en las mejores señas de identidad de 'La vida secreta de Walter Mitty'. La fusión de ambas, unida a la insigne huella del equipo de trucajes digitales, es la que determina la espléndida pátina que atesora la totalidad del metraje, y muy significativas son las espléndidas transiciones entre secuencias, la asombrosa fluidez narrativa de todo el relato —que sólo conoce un pequeño bajón de ritmo al final del segundo acto— y la inserción de algunas sobreimpresiones de texto llamadas a reforzar el mensaje que, en última instancia, es primer y claro objetivo del filme.
Y este no es otro que aquél que se deriva, en cierto modo, del lema de la revista LIFE, un lema que Ben Stiller hace suyo y mediante el cual el personaje de Walter "Ve el mundo, los peligros que vendrán, lo que hay tras los muros...se encuentra con otras personas y siente". Y es que, posibilidades aparte, buenrollismo del facilón o no, si hay una certeza incuestionable es que cuando las luces de la sala se encienden y 'La vida secreta de Walter Mitty' toca a su fin el optimismo y las ganas de vivir y de no dejarse apisonar por las circunstancias que nos rodean se ven aumentadas sobremanera. Esa es la magia del filme de Stiller. Esa es la magia del cine.
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