“Va de un padre y una hija, solo que el padre es Drácula”. Así resume el director Genndy Tarkatovsky —famoso creador de ‘El laboratorio de Dexter’ (‘Dexter´s Laboratory’, 1996-2003) y ‘Samurai Jack’ (2001-2004)— la historia de su primer trabajo en el cine, ‘Hotel Transilvania’ (‘Hotel Transylvania’, 2012), producción animada en 3D de Sony Pictures que, tras triunfar en la taquilla estadounidense, se estrenó en España el pasado 26 de octubre (poco antes de la cada vez más popular fiesta de Halloween).
Aunque el eje central del argumento es la conflictiva relación entre el Conde Drácula (voz de Adam Sandler en inglés y Santiago Segura en español) y su hija adolescente, Mavis (Selena Gomez/Clara Lago), que como es lógico quiere salir por ahí y divertirse con chavales de su edad, el gancho de la película es plantear una peculiar reunión de los monstruos más populares. El guion de Peter Baynham y Robert Smigel propone la existencia de un refugio, el Hotel Transilvania, donde todas esas criaturas fantásticas que han asustado y fascinado a los críos durante generaciones —vampiros, muertos vivientes, hombres lobo (con acento andaluz), momias, brujas, el hombre invisible (imitando la voz de Woody Allen)…— van a pasar sus vacaciones, a descansar de la rutina.
Y para los monstruos la rutina es ocultarse de los seres humanos, a los que irónicamente temen. El Hotel Transilvania es un lugar seguro y relajante donde pueden llevar a sus familias —aunque para el hombre lobo esto es precisamente lo más estresante—. Sin embargo, en las primeras escenas del film, antes de que aparezca el título, vemos a Drácula planeando la construcción del recinto y descubrimos que su verdadera intención es proteger a Mavis. Retenerla allí con mentiras y exageraciones sobre las amenazas del mundo exterior. Para justificar su actitud se recurre al clásico episodio triste que solemos encontrar en las producciones de Disney/Pixar, una traumática experiencia que despierta la simpatía del público hacia el mítico chupasangre.
En mayor o menor medida, a todas las criaturas se les dota de rasgos humanos con el mismo propósito, que resulten cercanos y entrañables en lugar de terroríficos. Son inofensivos monstruos que creen en la familia y el amor eterno a primera vista (lo llaman “zing”, del verbo “zingar”; yo “zingueo”, tú “zingueas”, él “zinguea”, nosotros “zingeuamos”…); es un entretenimiento comercial pensado para todos los públicos en tiempos de corrección política, lamentablemente no cabe esperar otra cosa —poco que ver con las películas que veíamos algunos que crecimos en los 80—. Pero Tartakovsky y los guionistas también sacan partido a la humanización de estos seres fantásticos y muestran una faceta cómica y patética que, a fin de cuentas, es lo que sostiene la película.
Para animar la trama y colar el (¿inevitable?) mensaje integrador, irrumpe en escena un despistado muchacho humano con bastante parecido al de ‘Ratatouille’ (Brad Bird, 2007) —aunque el gran robo a esta maravillosa película se produce cuando aparece el chef de los monstruos acompañado de su propia rata inteligente—. El chaval (Andy Samberg/Daniel Martínez) está haciendo turismo por tierras rumanas y encuentra el Hotel Transilvania por casualidad; para evitar que los demás sepan que el lugar ha sido descubierto y que Mavis compruebe que no todos los humanos son peligrosos, el vampiro convence al chico para que se haga pasar por un primo lejano de Frankenstein. Por supuesto, el plan de Drácula no saldrá bien y para colmo su hija se enamora del muchacho, a pesar del disfraz…
El mayor defecto de ‘Hotel Transilvania’ es el mismo que el de la mayoría del actual cine animado con pretensiones comerciales, dejar a un lado la historia y los personajes para centrarse en la montaña rusa, en veloces y ruidosas secuencias con personajes volando o corriendo de un lado para otro. Son todas iguales. En cualquier caso, el impecable trabajo de animación, la agilidad narrativa de Tartakovsky, la amplia galería de monstruos, algunas escenas hilarantes —los obreros zombies, el “modo enfadado” de Drácula…— y la escasa duración —apenas 80 minutos— componen un efectivo producto con el que se puede uno entretener comiendo palomitas, sin más, que a veces es lo que pide el cuerpo; y para los padres es un título recomendable, pueden llevar a los críos sin temor al aburrimiento.
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