Esta crítica contiene, naturalmente, toda clase de revelaciones argumentales. No me parece mala decisión para una película de 1968. Dirigida por Sergio Leone, mi elección por esta película es preferencia: por su director, y su estilo que aquí alcanzan la cima, por el guión, que firman el habitual Sergio Donati y unos entonces críticos de cine llamados Bernardo Bertolucci y Dario Argento, por la espectacular banda sonora, de un Ennio Morricone en pleno esplendor de sus poderes, y por ella, claro, por una magnífica Claudia Cardinale.
Me resisto a calificar 'Hasta que llegó su hora' (Once upon a time in the West, 1968) un spaghetti western. Explicaré por qué: Sergio Leone se fue hasta Monument Valley para rodarla, cambiando su habitual Almería (donde rodó algunas escenas, pero sin el peso que tuvo antaño) por el paisaje habitual del mismísimo John Ford. Jonathan Rosenbaum los llamaba "últimos westerns". Decía que tanto los últimos westerns como los últimos musicales - All that Jazz (id, 1979) de Bob Fosse - tenían en común una cosa: conscientes de ser anacronismos de un género ya olvidado (pues ambos florecieron en los treinta, cuarenta y cincuenta), hacían de tal cosa, la nostalgia, una vestimenta de sus relatos.
Y es verdad. Esta es una historia de gente al borde de la muerte. Leone mandó a Ennio Morricone componer la banda sonora antes de rodar la película, por eso es tan especial y sinfónica en todos sus planos, montaje, interpretaciones: la música sonaba ya durante el rodaje. ¿Manierista? Mucho. Una fábula como dijo mi compañero Abuín. También maravillosa.
El argumento, por si no lo saben, es el siguiente. Frank (Henry Fonda) un matón, asesina a McBain, un granjero irlandés y a su família. El granjero se casó de nuevo, con Jill de Nueva Orleans (Claudia Cardinale) que al llegar se encuentra a su nueva familia muerta.
Frank atribuye el crimen a Cheyenne (Jason Robards), otro forajido, al tiempo que Harmonica (Charles Bronson), llamado así por la que lleva consigo y no deja de tocar, llega en un tren en busca de Frank. Cheyenne se pregunta enseguida: ¿pro qué matar a un granjero? Enseguida se da cuenta.
Frank trabaja para un astuto (y turbeculoso) empresario que mató a McBain porque el granjero vio que la llegada del tren le serviría para conquistar un pueblo. Pero la película no termina ahí. En las películas de Leone, y eso me encanta, todo parece muy cínico, por eso, a simple vista, se diferencian, no solamente en el estilo, de las otras del oeste.
Aquí ningún personaje es ejemplar. Jill es una puta de Nueva Orleans. Frank, cuando se acuesta con ella y decide no matarla, la mira y le dice: "¿hay algo que no harías para sobrevivir?" Ella responde: "No".
Pero como siempre, nada es tan fácil. Frank es un villano fascinante. "No eres un hombre de negocios". Un fascinante rey Ricardo III condenado a morir porque no pelea contra su exceso de ambición sino contra la naturaleza misma de su hubris: "ese es tú problema, Frank, que usas las pistolas": No sabe usar el dinero. Frank quiere ser un rey del capital, pero no sabe. No puede. Vive en un mundo extinguido, buscando el sentido último.
¿Y Harmonica? Harmonica es el pasado de Frank, sus fechorías viles, su brutalidad. Un niño que vio morir a su hermano. Un niño que ha crecido.
Jill es la nueva América. Sobrevive. Pero se enamora de Harmonica. Es una historia de amor preciosa. Supongo que la maravilla de la película está en los detalles. Tras el duelo final, él entra a por su compinche Cheyenne, pero también a verla por vez última. Ella le mira: "¿pero volverás a verme alguna vez?"
Él no responde. El cine de Leone es un cine de rostros. Recordamos ese alud de preciosos primeros planos en la tensión de un duelo. Palpamos en el aire cortado de su montaje ese talento. Pero es un cine de muchos rostros. Rostros de personajes que saben que van a morir o que pueden hacerlo, rostros asesinos y rostros fallecidos, rostros de añoranza y de ensueño, rostros que se han ido y rostros que vuelven, rostros que nunca querríamos que se fueran y que se pierden, sin embargo, rostros de ojos verdes y rostros manchados de vida.
Rostros.
El final de la película es fabuloso. Harmonica y Jill han cimentado su preciosa historia de amor en la vida (cuando oigas este ruido, agáchate, le ha aconsejado él a ella) y son ambos quienes sobreviven. Pero no existe una vida común.
Ella, rodeada ahora de trabajadores en el terreno de su fallecido marido, es el siglo veinte que se pone en marcha, un mundo bajo el cual auspiciar un lugar idílico (pienso en Hilos de sangre, que aunque no termina rigurosamente igual, guarda no pocos parecidos).
Él, habiendo cumplido su labor, se marcha. "Él no es el hombre adecuado" le ha dicho Cheyenne a Jill. "Pero me da igual" ha dicho ella. Está naturalmente equivocado.
Los personajes no tienen tiempo. Tiempo para cambiar, tiempo nuevo para olvidar, tiempo para otra cosa que no sea sobrevivir. No les queda tiempo, y con todo, hay quienes sobreviven, siguen.
He visto ya varias veces esta película de Leone. Están las típicas cosas que indican preferencia - la actriz, la banda sonora, la dirección - pero luego otras que juzgo inmensamente hermosas.
Como que Harmonica salve al hombre que matará luego, Frank, cuando otros le traicionan y quieren matarle sin más. "Lo has protegido" le reprocha Jill. Y Harmonica responde: "No. No le he dejado morir".
Y en el duelo final, Frank le dice "supongo que somos hombres de otro tiempo". Un tiempo donde la vida y la muerte no estaban por encima del dinero. Por eso luego Harmonica entra a mirarla a ella. Porque es un hombre de otro tiempo que ha visto en ella algo más allá de la muerte: el futuro. Pero el futuro no le incluye. Es un futuro sin él.
Y sin un futuro no hay amor, bien aprendimos esa lección en la política o en la vida, y así el futuro que es ahora nuestro es un futuro en el que ella traza con sus manos, que desvelan el sentido de una maqueta en un cajón, y su empuje que no es otro que el del siglo veinte, lo va haciendo con sus manos, morenas, cansadas, supervivientes, un futuro distinto, está bien, nos dice Leone, pero un futuro donde ya no queda nada que se parezca al amor, un futuro veloz y próspero, pero un futuro sin unas manos amigas, un rostro amable, un lugar donde quedarse. Construyen el mundo, pero pierden un futuro para hacerse otro, este futuro nuestro también lleno de cadáveres esparcidos en el tiempo.
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