En este ciclo de cine de aventuras, que procura rastrear las constantes más perdurables y las más consistentes del de aventuras que algunos amantes de este género consideramos imperecederas, hemos hablado ya de una de las más grandes películas en blanco y negro de la historia (en clave exótica y bárbara), de uno de los primeros ejemplos del cine en alucinante color (en clave oriental y mística), de ladrones en un cruce magnífico de cine de autor y cine industrial (reverdeciendo laureles de Robin Hood), y de epopeyas marinas hasta el fin del mundo (en clave, invariable, de la armada inglesa). Ahora toca cambiar completamente de tercio, largarnos de Estados Unidos, e instalarnos por una vez en Europa, concretamente en la Arcadia Francesa, que tantos grandes artistas ha parido, y que tantas obras de arte atesora. Una de las más grandes, de las más recordadas, y de las más ineluctables del cine europeo de los años sesenta, pues con ella empieza, o casi, una nueva forma de entender el cine mucho más allá de las convenciones académicas que lo aherrojaban hasta entonces.
Verdadero icono del cine carcelario, ese subgénero del cine de aventuras que tantas alegrías ha dado a los amantes de la aventura sin límites, ‘La evasión’ (‘Le Trou’, Jacques Becker, 1960) es, en realidad, muy diferente a todas ellas, tan apasionante como el mayor drama sobre la búsqueda de libertad, pero tan fascinante como el cine de autor más personal u original, y tan inclasificable como cualquier otra joya del cine de vanguardia. Todo ello aunado para regalarnos una de las películas más inolvidables de esa década maravillosa, en la que por fin el cine, por varias razones (y dentro de poco hablaremos de ellas) se hacía adulto y conocía la plenitud de la mano de artistas verdaderos como Becker, y tantos otros maestros franceses, europeos y norteamericanos. Basta ver su impecable comienzo para percatarse de que nada sería igual después de ella. Hay que tener fe en el cine.
En realidad, el sustrato de la ficción enriquecido por la pasión del documento, o al revés, la verdad del documento ensalzado por el ingenio de la ficción, ha sido la médula espinal del cine desde sus comienzos, y creo que una de las razones de que gran cine de hoy día adolezca de falta de verdadero arte, es que no atiende a esa certeza. Ya desde las primeras proyecciones, a la vanguardia del cine europeo de los años veinte, pasando por las muestras más verdaderas de género americano de los años treinta y cuarenta, los cineastas se sostenían por trabajar con imágenes que provenían del mundo real, y por la sensación de estar hablando de él, mientras lo transformaban. Lo documental como forma de representación es esencial en un medio como el cine, tan tiranizado por la imagen, y siendo la imagen absoluta. Y esto bien lo sabía Becker, que en aquella joya de ‘París, bajos fondos’ (‘Casque d’or’, 1952) ya había demostrado su pericia como narrador, y que en esta, su obra póstuma, muestra también su altura humana y su altura como eminente artista.
El presente como espina dorsal de la imagen
Siempre digo que todo lo que no se cuente en presente, es inútil para el espectador. Mientras que en literatura novelística se habla en presente de indicativo (aunque se empleen los verbos en pretérito), en imagen narrativa el presente absoluto es, creo, la mejor forma de concebir la realidad de la pantalla como algo propio. En el caso de ‘La evasión’, Becker nos cuenta, durante una larguísima secuencia apenas interrumpida por cortes de montaje, el largo y laborioso esfuerzo de cinco hombres por obtener la fuga de una en principio inexpugnable prisión, y de los experimentados carceleros que la guardan. Becker nos convierte en un espectador más no solamente por romper el continuo espacio(la celda) temporal(la perforación del túnel) de la historia lo mínimo posible, también por una puesta en escena que prima los planos detalle sobre cualquier otra cosa, casi como un documental a tiempo real, en el que sentiremos cada esquirla de piedra, cada gota de sudor, en nuestra propia piel, y cada mirada y cada gesto como algo inevitable, verídico.
Sorprende en cada nuevo visionado la extrema sensibilidad y la inteligencia con la que se nos presentan los personajes, y la forma en que van mutando las relaciones entre ellos, y lo que podría esperarse de sus arquetipos. Esto es, ante todo, un homenaje al esfuerzo humano más primario y a la amistad sin palabras, esa que une a individuos cuando ya no tienen nada que perder y todo por ganar, y en la que cada mínimo elemento es una herramienta para alcanzar el objetivo de ser libres. La imagen cinematográfica deviene, como en todas las grandes películas, una parábola de las emociones humanas más profundas y universales, y las imágenes de la huida expresión artística del interior de los personajes y del nuestro, potenciado por una planificación increíblemente sobria a la vez que intuitiva, con planos fabulosos que oprimen el ánimo antes de la gran victoria, que no dejan de ser estremecedoras en su vertiente de documento (y al parecer se trata de una historia real) y placenteras en su vertiente de género de aventuras.
Porque lo que la convierte en una sublime película de aventuras (que tanto ha influido en el género carcelario, desde las ficciones americanas hasta la magistral ‘Un Profeta’ (‘Un prophête’, Jacques Audiard, 2009) es, precisamente, su capacidad para apropiarse de un espacio escénico y de unas coordenadas muy específicas de género, y sublimarlas para hablar de lo que hay debajo de ello: el alma oscura e imperfecta del hombre. El cine ya había dejado atrás su coraza de entretenimiento insuperable, y alcanzaba la mayoría de edad buscando la trastienda de las imágenes, aquello que no se ve, pero se siente, colocando en off un mundo gris y elevando a la categoría de arte la fisicidad pura de excavar hasta el último aliento un agujero por el que reptar y despeñarse. Todo esto ayudado por la impresionante dirección de fotografía del gran Ghislain Cloquet, uno de los grandes operadores galos, en una construcción en la que nada sobra y nada falta, cogiendo de la mano al espectador para, con paciencia de entomólogo, demostrarle de lo que es capaz el hombre, en el cine y en la cárcel.
Conclusión a una obra maestra
Engañosamente plácida, profundamente optimista, falsamente gélida, ‘La evasión’ es, muy justamente, una de las obras más aplaudidas de toda la historia del cine francés, lo que es mucho decir. Su grupo de actores no profesionales, su soberbia y ascética puesta en escena, la minuciosa reconstrucción de la vida en la celda, la sutil crítica contra los hombres que se atreven a juzgar a otros hombres, su blanco y negro fabuloso…todo eso y algunas cosas más la convierten en una película incuestionablemente magistral, de obligado visionado para todos los amantes del cine. Ese mismo año se hizo una película muy diferente, sobre una novela de H.G. Wells, y toca por tanto regresar al cine norteamericano en el siguiente capítulo de este ciclo.
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