El cine, o el arte en general, es una carrera de fondo, dirían muchos. Tal expresión puede aplicarse a la trayectoria ascendente del cineasta alemán Michael Haneke, uno de los directores esenciales del cine europeo de los últimos veinte años, que ahora, cumplidos los 68, ha visto recompensada su labor con la Palma de Oro (en verdad, el premio cinematográfico más codiciado que existe), y con otros premios menos importantes, por su escalofriante ‘La cinta blanca’ (2009), después de más de dos décadas indagando en la violencia y la crueldad que surgen de la hipocresía y la ceguera de la sociedad, un sistema con el que se supone que podemos convivir en relativa paz y armonía, sin sospechar que la miserable condición humana estalla en su naturaleza más primitiva, con todavía mayor virulencia, por el hecho de negarse a sí misma.
Ese podría ser el tema principal de todo el trabajo de Haneke, un hombre de modales suaves y gestos pausados, aspecto ya de anciano benevolente, dueño de una voz serena y culta. Presencia que desmiente su asombrosa capacidad para colocarnos ante los ojos los espejos más nítidos y feroces del cine reciente, espejos que nos devuelven una imagen verdadera y mezquina de nosotros mismos; para analizar nuestra bestial condición de asesinos natos no consumados. Su doblete, polémico y controvertido como pocos, de ‘Funny Games’ (1997 el título austríaco, 2007 el remake estadounidense) es quizá su pieza catedralicia, la que con menos recursos y menos personajes, con mayor sencillez y audacia, consigue hacernos regresar a las cavernas, de la forma más despiadada y, eso sí, elegante posible.
No es Haneke, ni falta que hace (y qué sospechoso cuando ocurre, como en el caso de Clint Eastwood, al que ahora tantos se apresuran en considerar un maestro, cuando no hace demasiado muchos le tildaban de fascista), un director que goce de unanimidades, de consensos. Más bien al contrario. Ni siquiera los que consideren, por ejemplo, a ‘La pianista’ (2001) o a ‘Funny Games’ excelentes muestras de su talento, pues entre estos la mayoría puede (y esto ocurre bastante) detestar el resto de sus propuestas. No son insólitos los comentarios que aseguran que Haneke “se ríe del espectador”, como si esto fuera posible sin la ingenuidad o complicidad (o limitación) del propio espectador. Para colmo, el hecho de haber realizado un remake de un filme propio, hecho diez años antes, con la supuesta intención de “ganar más dinero” (?), y en Estados Unidos, con estrellas americanas, es el colmo según sus detractores. Personalmente, los remakes nunca me molestaron, siempre que se hagan bien, y este puede ser uno de los que tienen más sentido en la historia del cine.
La luz, los actores y un juego macabro
Como la mayoría de nuestros lectores sabrán, el remake de 2007 es idéntico en guión, diálogos y planificación, punto por punto, encuadre por encuadre, al espeluznante título de 1997. Cambian dos cosas: la fotografía, como es lógico y hasta necesario, y los actores, también lógico y necesario. Seguro que algunos lectores se lo esperan, y de entre ellos la mayoría no me cree o se sorprende, pero prefiero, y con mucho, la versión americana. Salvando las distancias, hay una diferencia entre ellas similar a la que supone el Hitchcock del primer y del segundo ‘El hombre que sabía demasiado’ (1934-1956). Es decir, la primera es obra de un cineasta de talento, pero con algún que otro aspecto balbuciente. La segunda es obra de un profesional consumado en el arte de desquiciar al espectador. Pero no sólo eso, hay mucho más, y el hecho de que el guión sea idéntico lo revela con mayor nitidez.
La fotografía de 1997 es de Jürgen Jürges, mientras que la de 2007 es de Darius Khondji. El primero es un operador alemán de renombre, con numerosos reconocimientos en su país e incluso en el extranjero. Su iluminación es deliberadamente tosca en esta película, estilizadamente realista, casi como si estuviéramos viendo un vídeo de gran calidad. Esto es deliberado, claro, pero su fotografía no alcanza las sutilezas y las gradaciones emocionales de las del gran Khondji, que saltó a la fama, con toda justicia, gracias a su fotografía de ‘Seven’ (Fincher, 1995). Con su blanquísima luz, que se complementa a la perfección con el blanco vestuario de los asesinos, Khondji juega al contraste, creando una pesadilla de tonos dorados, sin apenas tonos tenebrosos, que nos golpea con una fuerza mayor porque nos parece en un principio más acogedora, pero se revela mucho más terrorífica, porque en nuestra mente la sangre y el horror no caben en nuestra soleada vida cotidiana
Los actores de la primera parte, a mi juicio, cumplen más que bien. Tanto Ulrich Mühe (ya fallecido, famoso por su papel en ‘La vida de los otros’ (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006)) como Susanne Lothar son los perfectos pringados burgueses. Así mismo, Arno Frisch es lo suficientemente cabrón y lo suficientemente odioso. Pero los actores de la versión americana son superiores. Tim Roth borda su papel de marido inútil, Naomi Watts añade su fuerza y su belleza, y Michael Pitt y Brady Corbet logran ser mucho más abyectos, repugnantes, que sus homólogos. Su apariencia angelical, sus maneras suaves, su aspecto de perfectos androides asesinos, provoca una violencia mayor en el espectador, pues es mucho más violento desear matar a golpes a dos chicos tan bien parecidos.
A partir de aquí, los que no han visto ninguna de las dos, deberían dejar de leer, porque voy a comentar algunas cosas de su trama y su final. ¿Por qué tiene todo el sentido que ‘Funny Games’ conozca un remake y, más aún, que posea un guión idéntico al original? El relato nos cuenta las atrocidades, el juego de asesinato, de dos perturbados adolescentes, en el borde de la edad adulta, que aniquilan familia tras familia, hogar tras hogar. Son implacables, y aunque la mujer de la casa agarre el arma de fuego y acabe con el más débil, el líder puede coger el mando a distancia del televisor, rebobinar la secuencia e impedir que tenga lugar su derrota. Sabemos que vienen de hacer justo lo mismo con la familia de la casa de enfrente. Y que al final de la historia harán lo propio con la siguiente familia. La mirada del asesino a la cámara, al espectador exhausto, nos dice: “esto nunca acabará, nunca me cogerán, nunca dejaré de matar”.
Diez años después…simplemente siguen matando. Una historia conecta con otra como si el relato se prolongase y repitiese el mismo patrón de asesinato. Como si los nuevos asesinos fueran discípulos de los otros, narrando un círculo sin fin de violencia por todo el mundo, imparable y aterrador. Por supuesto que además Haneke se beneficia de una distribución americana más amplia (además de la incontrolable indignación de los cinéfilos de pro, siempre dispuestos a promulgar esa indignación), y de un equipo incluso más solvente y no, no necesita reescribir su guión (qué gran crimen…), pero hay algo apasionante, incluso fascinante, en confrontar ambas películas, como si asistiéramos a una clase de cine, en la que con los mismos planos, con el mismo guión, se obtiene una película completamente diferente.
Si la primera película nos revolvía el estómago, la segunda nos pone enfermos, nos hace sentir aún más impotentes. Queremos estrangular, escupir, golpear con saña a ese asesino rubio de angelicales ojos azules. Haneke convoca nuestros instintos más bajos, nos sitúa casi a la altura de los agresores, y hasta nos hace desear que Watts coja el rifle y les vuele los sesos a ambos. No hay el menor aprendizaje, la menor lección, ni rastro de un carácter ilustrativo. Es violencia brutal, punto. Hay que tener las ideas muy claras, las convicciones bien armadas, para crear esta película y luego incluso hacer un remake. Mientras otros directores utilizan la violencia con fines bajos o comerciales, o incluso con motivos estéticos o ideológicos, este cineasta no tiene miedo en repugnar con sus imágenes, en convertir la simple supervivencia en la imagen cinematográfica más pura. Yo empiezo a pensar que lo es.
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