Diez años y contando.
En una de tantas apasionantes conversaciones que los editores de esta página tenemos por el grupo en el que organizamos los contenidos de la misma, arrojaba Pablo el otro día una reflexión tan elocuente sobre 'El llanero solitario' ('The Lone Ranger', Gore Verbinski, 2013) que, con su permiso, voy a apropiarme de ella para arrancar esta crítica, ya que casa a la perfección con lo que opino acerca de este clarísimo producto de diseño que es el último filme de Gore Verbinski.
Venía a decir pues mi compañero, que últimamente las superproducciones de Hollywood se han obstinado en que la duración de sus títulos supere con mucho las dos horas para que así el público se queje menos por el precio de la entrada pero que, al hacerlo, han terminado desvistiendo a lo que las cintas de larga duración eran en el pasado: vehículos para una forma de entender el cine que, lejos de lo que podemos contemplar hoy, enamoraban al respetable gracias a lo mucho que se apoyaban en una perfecta compresión de cómo plasmar la épica a veinticuatro fotogramas por segundo.
Aplicado ésto a lo que podemos encontrar en los 149 minutos a lo largo de los cuales se estira como el chicle el guión de Ted Elliot, Justin Haythe y Terry Rossio —estos dos últimos, sospechosos habituales del cine Bruckheimer— resulta dolorosamente evidente que por muy entretenida que por momentos llegue a ser la película, que lo es, ni sus personajes, ni su desbordante acción ni la forma de rodar de Verbinski logran destilar en ningún momento ni un sólo mililitro de la necesaria épica que una producción de acción y aventuras en el lejano oeste debería atesorar tan sólo por los géneros a los que queda acotada.
Huelga decir que las responsabilidades de dicha carencia cabe repartirlas entre aquellos que ya hemos citado, siendo quizás los que mayores cuotas se llevan, tanto los escritores como, sobre todo, el productor. Y es que uno no puede pretender ir al cine a ver una película con el sello de Jerry Bruckheimer buscando algo más que un espectáculo de artificio cada vez más descomunal, algo que 'El llanero solitario' garantiza a través de sus varias set-pieces, elaboradas montañas rusas de acción y humor —una constante bastante estridente a lo largo de todo el metraje— en las que, como si de cualquier nivel de un videojuego de plataformas se tratara, los personajes van saltando de aquí a allá complicándoseles las cosas conforme se van acercando al "jefe final", siendo en este sentido (atención spoilers) el clímax final a bordo del tren un clarísimo ejemplo de lo que acabo de exponer (fin de spoilers).
Pero sustentando la impecable pátina visual que encierran dichas "atracciones" no encontramos nada más que una raquítica estructura de mínimo armado incapaz de sustentar tanto como se termina cargando sobre ella. Formando parte de dicha estructura encontramos, qué duda cabe, una trama simplona que se atisba a la legua —en serio, de cuando en cuando no estaría de más poder encontrar algo de intriga en este tipo de producciones, pero intriga de verdad, no de la de manual del buen guionista— y que se fundamenta en una paupérrima definición de personajes que afecta tanto a unos buenos sin dobleces como a unos villanos que lo son por los mismos motivos de siempre.
Al menos, en lo que a las interpretaciones respecta, podemos contentarnos con que el nivel no raye en lo ramplón, sorteando la práctica totalidad de los actores las muchas carencias que arrastran aquellos a quienes deben encarnar. En este sentido, es quizás Armie Hammer quien mejor esquiva los escollos derivados de interpretar a un Llanero Solitario que pueda superar, y supere, a los aspavientos, las gesticulaciones y las excentricidades de un Johnny Depp que vuelve a interpretar —y ya van...— la enésima variación de Jack Sparrow. Ahora bien, si alguien roba la función es ese eterno secundario llamado William Fichtner, brillante como el cruento Butch Cavendish —tan cruento que hay momentos en los que la cinta no parece PG-13—.
La dirección de Verbinski, tan correcta como despersonalizada, es una muestra más de las imposiciones e injerencias emanadas desde la producción, careciendo la labor del cineasta del brío que si tuviera, por ejemplo, la primera entrega de la saga de piratas o su espléndida 'Rango' (id, 2011). Otro tanto puede decirse de la música de Hans Zimmer; bueno, de Zimmer, Zanelli, Gregson-Williams y hasta cuatro colaboradores más, ya que son seis los compositores que sirven al teutón para coser un monstruo de Frankenstein compuesto de sus sonoridades para las aventuras de Sherlock Holmes, mezcladas con ciertas gotas del Morricone más descafeinado.
Tras terminar una función que, con todo, resulta bastante entretenida pero nunca brillante y en la que hay que aceptar que estamos viendo una fantasía con muchos —demasiados— elementos inexplicables, la sensación que le queda a este espectador es que Bruckheimer y Disney siguen buscando desesperadamente la fórmula que les lleve a crear otra rentabilísima franquicia a la manera de la de 'Piratas del Caribe' ('Pirates of the Caribbean', Gore Verbinski, 2003): tras una infructuosa década y tres secuelas cada vez peores de la brillante cinta de aventuras que presentó a Jack Sparrow, está claro que si pretenden dar tarde o temprano con una nueva gallina de los huevos de oro, productor y estudio van a tener que cuidar mucho más lo que se nos cuenta y no tanto cómo se nos cuenta, que el público no es estúpido y sabe apreciar cuando no hay historia que apoye tanta escena puesta para epatar, que no convencer.
Lo dicho, diez años y contando.
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