'El libro de la selva', mayúscula sorpresa

'El libro de la selva', mayúscula sorpresa

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'El libro de la selva', mayúscula sorpresa

Tienes tres años. No existen ni vídeo, ni televisión con múltiples opciones, ni Youtube, ni tabletas ni dispositivos móviles. Tu único contacto con el mundo audiovisual se ha limitado hasta entonces a lo que puedes ver en la Primera cadena de televisión española, la única que existe por aquél entonces. Como todas las Navidades —las anteriores y las que vendrán— viajas a Sevilla con tus padres para pasar las fiestas con tus abuelos maternos.

Son días llenos de alegrías a los que, este año, se va a añadir una inesperada. Es sábado por la mañana —sábado 30 de diciembre, para más señas— y sales con tus padres a lo que crees va a ser un paseo. Pero te tienen guardada una sorpresa. Llegáis al Cine Asunción —tú no sabes lo que es un cine, claro—, tus padres pagan algo y os sentáis en una habitación que se antoja inmensa. Se apagan las luces. Algo maravilloso esta a punto de suceder.

Reencuentro inesperado

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Durante 78 inolvidables minutos asistes te mantienes con los ojos como platos. Animales que hablan y cantan —¡y qué canciones!— se suceden en una película sobre un cachorro humano, un oso dichoso, una pantera algo irritante y un tigre que da un miedo atroz. Termina la función. Las luces se encienden. Tus padres te dicen que es hora de irse. Arrancas a llorar. Quieres más. Mucho más. No lo sabes, pero tu pequeño mundo se acaba de hacer ENORME gracias a la magia de Disney y de 'El libro de la selva' ('The Jungle Book', Wolfgang Reitherman, 1967).

Huelga decir que aunque mis recuerdos no sean tan claros como lo que acabo de redactar y se completen con lo que mis padres me han trasladado en incontables ocasiones a lo largo de los años, aquél frío día de diciembre de hace 38 años se terminaría convirtiendo en uno de esos que, cuando echas la vista atrás, marcarías en rojo como de los más importantes de tu vida. Una importancia compartida, no cabe duda, por la cinta que forjó de forma tan temprana una pasión que hoy, casi cuatro décadas más tarde, ocupa tanto tiempo de tu existencia.

Y, claro está, que alguien se disponga a tocar —y puede que mancillar— una porción de tantísima relevancia de tu existencia con lo que se te antoja es una innecesaria versión en imagen real es algo que, a priori, se lleva todas tus antipatías y tu mirada más torva. Pero aún así, a petición de tus sobrinos y tu hija, acudes a regañadientes al cine a ver 'El libro de la selva' ('Jungle Book', Jon Favreau, 2016). Y con sólo diez o quince minutos de proyección te rindes a la evidencia: lo que se está proyectando está consiguiendo que te reencuentres, por momentos, con el niño que fuiste.

Rozar la perfección, alcanzar el asombro

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Ya en su primer minuto la cinta te ha ganado un poco con un detalle sin aparente relevancia, el que la música de John Debney —una composición espectacular que se debe a sonoridades de nombres como Jerry Goldsmith, James Horner o John Barry— rescate de forma directa las notas compuesta por George Bruns para el comienzo de la cinta de animación. Tras él, lo ha seguido haciendo con esa primera y adrenalínica escena en la que seguimos a Mogwli a través de la jungla.

La mirada no es capaz de abarcar el frenético ritmo que Favreau impone a dicha secuencia pero cuando se para y empiezas a fijarte en los detalles de lo que se muestra en pantalla, al recuerdo viene una sensación similar a la que viviste, hace siete años, cuando acudiste al cine a ver 'Avatar' (id, James Cameron, 2009). No en vano, menos Mogwli y algún elemento real, "todo" lo que conforma la selva en la que tiene lugar la acción ha sido generado por ordenador, desde lo obvio y espectacular de las bestias a lo menos evidente y asombroso del entorno.

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De hecho, como pasara en la cinta de Cameron, son incontables las ocasiones en las que uno ha de repetirse que lo que esta viendo no es real, que casi todo es producto del impresionante hacer de los magos de MPG (Moving Picture Company) y Weta y que Shere-khan, el acoj...temible tigre que aplasta con autoridad al original animado de 1967, es el resultado de horas y horas de computación y no de la madre naturaleza.

Con éste y Bagheera como exponentes máximos de la perfección a la que llegan los técnicos de efectos visuales en cuanto a generación de los incontables animales que desfilan ante nuestra atónita mirada, es quizás en el esfuerzo por humanizar a Baloo en el que, por más que sus movimientos sean de un realismo asombroso, se deje traslucir de forma más evidente la irrealidad de un conjunto que casi alcanza la perfección.

'El libro de la selva', adaptación definitiva

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Ahora bien, ese matiz —que podría ser considerado incluso necesario hasta cierto punto— no empaña lo más mínimo el espectacular poderío que derrocha la hora y tres cuartos de metraje de la que, a todas luces, es la adaptación definitiva de los relatos protagonizados por Mogwli escritos por Ruyard Kipling. Y lo es por motivos que, comenzando en su ya comentada soberbia pátina visual, avanzan sin interrupción por el guión, la dirección, la música, el espléndido trabajo vocal de sus actores y el descubrimiento de Neel Sethi.

Respetando con mimo y sumo cariño lo que Disney había supervisado en la última producción en la que se vio implicado antes de morir, la historia que nos presenta esta nueva versión de 'El libro de la selva' sigue muy de cerca a la que ya pudimos ver siendo niños en dibujos animados, buscando Justin Marks los intersticios precisos para ir añadiendo matices que hagan algo más adulto el talante de lo que aquí se nos narra al tiempo que se dimensione con mayor realismo al conjunto.

Donde dicho esfuerzo se hace más visible es en el desarrollo de las personalidades de Mogwli y Shere-khan, los dos términos antitéticos de la acción y personajes que, en su simplicidad, conquistan sin dificultad al espectador. Responsabilidad directa de ello son un niño que es un prodigio de carisma y naturalidad y la voz de Idris Elba, que intimida tanto o más que el inquietante y maltratado rostro del tigre al que arropa con su trabajo vocal.

Sin olvidarnos en ese respecto de lo genial de Ben Kingsley, Bill Murray o una sibilina Scarlett Johansson, es la dirección de Favreau la que quizás se merecería más aplausos por el envite que el cineasta nos propone de forma constante en una cinta que cuando parece que no puede sorprender más, vuelve a dejarte con la mandíbula desplomada gracias, qué sé yo, a instantes como la persecución por las ruinas del Rey Louie o por ese clímax final de infarto.

Dos momentos puntuales que se suman a un metraje hipnótico y emocionante, capaz de encandilar tanto a los cuatro niños —de edades entre cuatro y once años— a los que habíamos acompañado, como llenar de lágrimas los ojos de cuatro adultos que durante cien mágicos minutos volvieron a aquella etapa de sus vidas en la que todo era posible. Y eso, queridos lectores, no tiene precio.

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