Un mujeriego vendedor de ropa para mujeres (Guillermo Toledo) del centro comercial Yeyo's se siente frustrado cuando no es ascendido a jefe de planta y en su lugar, es ascendido su rival laboral, Antonio (Luis Varela). Tras una accidentada pelea con él, termina matándolo y la única testimonio (Mónica Cervera) tiene intención de cobrarse una extraña factura: obligarlo a permanecer junto a ella, como leal novio primero y marido después.
La séptima película de Álex de la Iglesia es todavía una de las mejores. Como muchos lectores y lectoras, yo crecí con el cineasta ampliamente convertido en representante de un cine español que por entonces ni era tan variado ni tan heterodoxo como el actual, y cuyos rastros de brillantez se aislaban como una especie en peligro de extinción.
Ciertamente, De La Iglesia ha sido siempre un cineasta singular, pero no, como yo pensaba, por su vocación de rareza sino más bien por el peculiar juego de ecos que en sus mejores películas convive de manera extrañamente natural. En esta película, cuyo título ya se anuncia remedo esperpéntico del 'Crimen perfecto' (Dial M For Murder, 1954) de Alfred Hitchock hay muchísima miga conceptual, en parte porque todo aquí logra formar una coherente y desoladora comedia negra.
Discípulos obvios y confesos de Rafael Azcona y Luis García Berlanga, De La Iglesia y su coguionista, Jorge Guerricaechevarría, han tenido, en sus películas más pálidas, un grave problema con el tercer acto, que termina muchas veces ofreciendo una versión apresurada de lo acontecido y no resuelve la catarsis dramática. Sucedía esto a su debut, 'Acción Mutante' (1993) y volvía a suceder esto en 'Balada triste de trompeta' (2011), por poner un ejemplo reciente.
Lo que aquí propone De La Iglesia es audaz por varias razones. Para empezar, concibe una comedia existencialista del modo más esperpéntico posible: un descendiente del célebre linaje del macho ligón español es sometido a una forma de tortura existencial con, esto es, un éxito proporcionado por una feúcha pretendiente. Además, De La Iglesia convierte al macho en un comercial estrella de un centro comercial obviamente modelado en El Corte Inglés, con lo que se permite un agudo comentario sobre una posibilidad de capitalismo a la española: el ambicioso de centro comercial, que concibe el lujo como simulacro efímero y soborno a los vigilantes. Los brillantes veinte minutos, una introducción al alma avariciosa, sedienta y provinciana del vendedor son especialmente brillantes y ágiles.
Lo más interesante, sin embargo, está en el último acto. Lejos de concebir el crimen como una opción, la maniobra de su protagonista termina siendo una forma de crimen entendido como liberación. Pero De La Iglesia tiene tiempo todavía para una última y feroz ironía: el anonimato es siempre lo opuesto a la gloria, y la gloria puede provenir, como la mala suerte o el éxito a pequeña escala, de las idioteces más enormes. Ese es la conclusión final de su estupenda película.
En algunas de sus mejores películas, como 'El día de la bestia' (1995) o 'La Comunidad' (2000), De La Iglesia era capaz de evocar climas sociales y políticos del todo siniestro usando excusas argumentales que lejos de servir como alegoría vulgar servían de literal amplificación de lo que sucedía. Además, pocas veces De La Iglesia rueda con tanta exquisitez visual todas las secuencias: cuando el Don Juan condenado se convierte en amante y se relaciona con su indeseable mujer, De La Iglesia escoge los espejos para que comprobemos la reacción de ella. El cambio de subjetividad cuando ella aparece, a través del montaje y la composición, es un detalle formidable que hace que la comedia de la película funcione a un mayor ritmo.
Carnavalesco, en la onda del mejor Ramón del Maria Valle Inclán (de hecho, el personaje de Guillermo Toledo puede verse como una versión devaluada y más detestable del Marqués de Bradomín valle-inclanesco), hay mucho que admirar aquí: desde la impecable Mónica Cervera, extrañamente tierna como una versión psicótica de Giulietta Masina, hasta un admirable estilo visual, frenético, capaz de ofrecer versiones espídicas del plano secuencia berlanguiano hasta planos secuencia-subjetivos del todo delirantes y graciosos, terminando en hermosas viñetas, como la del ascensor rodeado de infernales llamas.
Nunca los ecos convocados, desde un Luis Varela haciendo de zombificada conciencia un poco a la manera de Griffin Dune en aquel 'Hombre Lobo americano en Londres' (An American Werewolf in London, 1981) de John Landis hasta una versión bufa de Brian DePalma con cadáveres y vestuarios, habían resultado tan harmónicos en un cineasta con una tendencia al registro histriónico. Incluso las perversiones de Bernard Herrmann que hace en su rocambolesca banda sonora Roque Baños funcionan a la perfección.
En esta astuta comedia, su cineasta parece estar diciendo las cosas más inteligentes sobre el mundo y como lo percibe al asegurarnos que, en esencia, la vida se fundamenta en estupideces incomprensibles aunque lógicas y del todo desesperantes. La vida no tiene escapatoria alguna, ni aunque la encontramos. Viviremos siempre con su marca indeleble. Y todo ello, por supuesto, bajo el exceso de la risa y la violencia y con los ritmos de fiesta mayor de una versión instrumental de 'Moliendo Café' cerrando la historia. Y un desfile de payasos. Tal vez una feliz y admisible redundancia a lo que hemos visto.
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