Mucho hablé ya en su momento de las muy equivocadas decisiones que la Disney fue tomando desde finales de los setenta hasta casi finalizada la década de los ochenta en lo que a las diversas producciones que fue estrenando en los cines de medio mundo. Unos títulos que, queriendo aperturar las fronteras del mercado del estudio a un rango de edades más allá del infantil al que iban dirigidas sus "películas de dibujitos", empezaron a mezclar temáticas de géneros muy diferentes con un espíritu que, tanto en el fondo como —en muchos casos— en la superficie, evidenciaban sobremanera la casa de la que habían salido.
Pero en ese recorrido que me llevó a repasar en Cine en el salón 'Oz, un mundo fantástico' ('Return to Oz', William Murch, 1985), 'El dragón del lago de fuego' ('Dragonslayer', Timothy Robbins, 1981) o 'El abismo negro' ('The Black Hole', Gary Nelson, 1979) me había saltado, consciente o inconscientemente, un filme que no veía desde que tenía seis años y que ya en 1981 había provocado una reacción no muy agradable de aquél incipiente cinéfilo que era servidor. Y ese filme no era otro que 'Popeye', la adaptación del famosísimo personaje de E.C.Segar que Robert Altman llevó a la gran pantalla en 1980.
'Popeye', la tira cómica
Fue el New York Journal, propiedad de William Randolph Hearst —quién si no— el rotativo que, en diciembre de 1919 comenzó a publicar 'Thimble Theatre', tercera tira cómica creada por Elzie Crisler Segar en la que el artista americano nos presentaba la vida en un peculiarísimo pueblo costero en el que vivían inolvidables personajes como Olivia Oyl, la desgarbada pero determinada fémina que encabezaría un reparto coral asombroso en el que Segar fue introduciendo poco a poco las más alocadas creaciones.
Precisamente sería una de estas la que, presentada por primera vez en 1929, terminaría por variar el rumbo de la serie, convirtiéndose en su protagonista casi absoluto y provocando, en 1970, que la cabecera cambiara su nombre. Me refiero, cómo no, a Popeye, un marinero con un perpetuo ojo guiñado, pipa en la boca y unos antebrazos descomunales que, aparecido como un elemento más de la trama que discurría en las viñetas de la tira por aquél entonces, fue reclamado tras su momentánea desaparición por unos lectores que querían más de tan curioso personaje.
Popeye pasaría así, como decía, a convertirse en eje central de las historias de 'Thimble Theatre', transformándose en objeto de deseo por parte de Olivia, una pareja a la que Segar añadiría al entrañable Cocoliso, un bebé que el marinero recibiría por correo y que dejaría muchos de los innumerables buenísimos momentos de diversión y risas que la lectura de las páginas de la tira sigue provocando hoy, casi cien años después de su creación. Tanto es así, que es preciso hablar de imprescindibles a la hora de referirnos a los descomunales seis volúmenes publicados en Estados Unidos por Fantagraphics, de los cuáles sólo dos fueron traducidos y editados en nuestro país de mano de Planeta DeAgostini.
'Popeye', ¿un musical? ¿en serio?
Indudablemente de muchísima más repercusión que las páginas del periódico, si por algo Popeye terminó convirtiéndose en un personaje universal conocido en cualquier rincón del mundo fue por la serie de animación que en 1933 los estudios Fleischer estrenaron como acompañamiento previo a las películas de la Paramount. Con muchas diferencias con respecto a 'Thimble Theatre' —quizás la más notable de todas, al margen de la simplificación de las tramas, era que Bruto se convertiría en personaje regular cuando en los cómics sólo apareció una vez—, resulta muy representativo que la tremenda popularidad que alcanzó el personaje le llevara a ser reconocido, en 1938, como el dibujo animado más popular de Estados Unidos.
Con sus historias casi siempre cortadas por el mismo patrón, y Popeye envuelto en una situación que terminaba por superarle, teniendo que recurrir en última instancia al prodigio que resultaban ser sus latas de espinacas, la serie de animación del personaje se produciría de forma más o menos ininterrumpida hasta 1957, momento en el que se cerrarían los 125 episodios clásicos de que consta una cabecera que, filmada originalmente en blanco y negro, se colorearía a mediados de los ochenta.
Estos episodios, unidos a aquellos producidos para televisión a principios de la década de los sesenta por King Features o los que CBS comenzó a emitir en 1978 eran el grueso de aquello que la Disney y Paramount pretendían superar con la primera —y única hasta la fecha— incursión del marinero en imagen real, invirtiendo para ello la nada desdeñable cifra de 20 millones de dólares...¿hace falta que recuerde que cierta segunda entrega de cierta saga galáctica se sufragó con tan sólo 18 millones?
Según se cuenta, a Robert Evans, mítico productor de la Paramount, y Robert Altman llegaron a las manos durante la producción de 'Popeye'. Tras encadenar cinco fracasos seguidos en la gran pantalla el director de 'Vidas cruzadas' ('Short Cuts', 1993) sentía que debía hacer algo diferente si quería recuperar algo del prestigio que le había aportado 'Nashville' en 1975, y lo mejor que se le ocurrió es meter sus zarpas en un filme familiar que le garantizara un éxito comercial de cara a poder dedicarse a hacer el tipo de cine que el quería. Hasta ahí bien. El problema fue cuando, dirigido por el consumo de marihuana y coca, y conducido por un carácter basado en el odio, Altman insistió en cambiar a Popeye, un personaje que podía haber aludido a un rango bastante amplio de edades infantiles, en alguien que ni siquiera haría gracia a los adultos.
Porque, seamos francos, 'Popeye' es una cinta carente por completo de un tono adecuado: es demasiado complejo para la chavalería —incluso la de aquella época, acostumbrados como estábamos a filmes que no nos trataban como a un rebaño descerebrado— y francamente estúpido para que un adulto entre al juego de dobles sentidos con el que Altman trufa de principio a fin el guión de Jules Ffeiffer, cargando las tintas de todo aquello que pasa en Sweethaven, un pequeño y peculiar pueblo costero habitado por gente muy peculiar y bastante excéntrica, con mensajes de fuerte ideología política oculta bajo el estridente manto de cháchara sin sentido y algunas de las peores canciones que he podido escuchar en mi vida en un musical.
Considerando que la idea original de Ffeiffer, un fan declarado de los cómics de Segar, era basarse de forma casi exclusiva en éstos en lugar de hacer mención a la diversas encarnaciones animadas del personaje —ahí está, por ejemplo, el hecho de que Popeye odie las espinacas, como pasaba inicialmente en la página impresa—, resulta lamentable observar como la amplia galería de personajes que van apareciendo a lo largo del metraje queda completamente desaprovechada por una cinta de ritmo errático en el que las cosas van sucediendo sin que haya solución de continuidad aparente, mareando Altman la perdiz hasta tal punto que, llegado el momento de hacer balance de lo que uno ha visto, las alarmas negativas comienzan a sonar por doquier.
Tratando al personaje de Olivia, una insoportable Shelley Duval, con la misoginia que siempre le caracterizó, y a Popeye como un palurdo que masculla tanto entre dientes que cuesta entender la mitad de su discurso —menos mal que ahí está Robin Williams, en su primer papel protagonista, para salvar cuánto puede del desaguisado—, Altman consigue de un plumazo que los dos personajes por los que podríamos llegar a interesarnos sean de todo menos atractivos, no quedándonos ni siquiera el consuelo de que Bruto, interpretado por un Paul L.Smith que grita sus líneas, conserve algo del carisma que el personaje tenía en la serie animada.
Números musicales que no lo son —en serio, cuando empieza cualquiera de ellos, parece como si algunos miembros del reparto estuvieran más achispados de la cuenta y se hubiesen puesto a canturrear y danzar sin venir a cuento—, canciones horribles con letras aún más horribles, una trama poco menos que interesante, secuencias de peleas cuyas coreografías hacen que cualquiera de las de Bud Spencer sean auténticos prodigios narrativos y una dirección lamentable que no está muy interesada en lo que tiene que contar, dejan a 'Popeye' con el único y exclusivo aliciente de poder contemplar donde terminaron yendo gran parte de los veinte millones de presupuesto: a un diseño de producción que levantó un pueblo casi de la nada en la isla de Malta y que al menos intentó rescatar algo de la idiosincrasia Segariana para una cinta en la que la presencia de ésta brilla tanto por su ausencia que daña a la vista.
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