MAGIA. De tan manida que está la expresión, creo que llegado cierto punto —y cierta edad— uno pierde por completo la noción de que es eso de "la magia del cine". A fin de cuentas, conforme nos hacemos adultos, el sentido de la maravilla, el dejarse sorprender hasta por el hecho más nimio y la ilimitada capacidad de nuestra imaginación dan paso al escepticismo, el cinismo y a tener "los pies en el suelo". Hechos todos que, en una perpetua huida hacia adelante, suponen el abandono del ilimitado potencial que todos atesoramos cuando somos niños.
Y de esa magia que conseguía que mantuviéramos el gesto boquiabierto durante dos horas de proyección sabe mucho Brad Bird. De hecho, sabe tanto que, salvo su brillante aunque estandarizada incursión en las andanzas de Ethan Hunt, si hay algo que caracteriza su cine es querer capturar algo de eso que tiempo ha nos hacía vibrar y trasladarlo de forma inmutada a nuestro presente. Lo consiguió con la magistral 'El gigante de hierro' ('The Iron Giant', 1999). Volvió a hacerlo con sus dos colaboraciones con Pixar. Y lo logra de nuevo con esta maravilla que es 'Tomorrowland: El mundo del mañana' (id, 2015)
Como quiera que muchas son las críticas que se le están haciendo a una propuesta cinematográfica tan hermosa como la que ha construido el cineasta responsable de 'Ratatouille' (id, 2007), vaya por delante antes de entrar en materia, que ni entiendo los envites contra lo blanco/blando de su talante —es una producción Disney, ¿acaso cabría esperar algo distinto?—, ni veo por ninguna parte que el mensaje/moralina de esta historia de ciencia-ficción se esgrima con falta de sutileza, ni comparto las apreciaciones que ven en ella un tramo final fallido. En otras palabras, que en lo que concierne a servidor, y antes de desglosarlo con más detalle, 'Tomorrowland' es una película sobresaliente.
Cuando la imaginación es el límite...
Aún considerando todo lo negativo que en el tiempo que ha transcurrido desde su estreno estadounidense se ha vertido sobre 'Tomorroland', debo admitir que había algo en los avances de la cinta y en la confianza casi ciega de que Brad Bird hiciera algo muy digno que provocó que el pasado viernes entrara en la sala de cine con ese gusanillo en el estómago que tan claro indicativo es de la expectación con la que se siguen viviendo de cuando en cuando los momentos previos al estreno de un filme.
Como podréis imaginar por lo que he dejado entrever hasta ahora, el depositar esa confianza en Bird tuvo su recompensa ya desde el primer minuto de proyección, con esa intro de la Disney convenientemente alterada para cambiar el castillo de la Bella Durmiente por la tierra del mañana que es protagonista de fondo de la cinta —tengo que admitir que soy "el tonto" de ese tipo de detalles que tan bien hablan del mimo que se pone en una producción—, hasta el último segundo de la misma, con la arrebatadora melodía de Michael Giacchino acompañando a los créditos finales.
En medio, lo que Bird construye es una cinta que, a riesgo de repetirme, sabe como destilar una magia de tal calidad que atrapa al espectador —al adulto, claro, que los niños que había en la sala se lo estaban pasando bomba— para conducirlo de la mano años atrás y volver a hacerle creer que TODO es posible. Una opción que, por supuesto, queda puesta en valor por los momentos en que la acción se traslada a Tomorrowland pero que, cuidado, no se ciñe de forma única a las puntuales visitas a la ciudad creada por los soñadores.
...el límite se desdibuja
Amalgama visual construida a partir de retazos imaginarios y reales —ahí están, por ejemplo, las esqueléticas estructuras de Santiago Calatrava para la Ciudad de las Ciencias de Valencia— , el espíritu imaginativo que las visitas a Tomorrowland pone en juego impregna todo un metraje que se ve en su mayor parte con una sonrisa de oreja a oreja y que, no pocas veces, ocasiona que tengamos que cerciorarnos que somos adultos y no unos críos imberbes que están viendo en la pantalla aquello con lo que tantas veces han podido llegar a soñar.
A que este espíritu de lo maravilloso se acerque al espectador ayuda sobremanera la labor del trío de intérpretes sobre la que Bird carga todo el peso de la cinta. No incluyendo en él a Hugh Laurie —quizás lo más forzado del metraje—, y considerando que George Clooney está igual de correcto que siempre, lo realmente sorprendente de la cinta recae sobre Britt Robertson y Raffey Cassidy, la una como la soñadora que no se rinde ante nada para poder moldear el futuro a su voluntad, la otra como la niña-robot que sirve como catalizador a todo lo que sucede en la cinta.
Lo acertado de la decisión de cásting de ambas féminas se pone de manifiesto en la inmediata empatía que se produce entre el público y cualquiera de las dos, siendo especialmente notable la chispa que salta cuando hay que aludir a la naturalidad, desparpajo y credibilidad con la que Robertson encarna a Casey Newton, la adolescente que "sabe como funciona el mundo" y que, en última instancia, será la que tenga en su mano el poder arreglarlo.
'Tomorrowland: El mundo del mañana', GRANDE
Puntualizado todo por la soberbia partitura y el espectacular tema principal compuestos por Giacchino —que tiene un pequeño cameo en la cinta—, lo que termina de hacer grande a 'Tomorrowland: El mundo del mañana' es, por supuesto, la voluntad de Brad Bird por convertir su creación en algo muy parecido a lo que, como decía antes, consiguió con la historia de Hogarth Hughes y el gigante metálico, esto es, una película de ciencia-ficción de talante universal y atemporal que hable de temas que puedan aludir a cualquier edad y que, en este caso, se aten también a la realidad del momento histórico y socio-político que nos ha tocado vivir.
Puede que a más de uno el mensaje de que la clave de nuestro futuro está en la imaginación, en saber guiarla, cuidarla y mimarla y que ésta reside tanto en nuestros niños como en aquellos que no se dejan vencer por los avatares de la vida adulta les parezca una ñoñez típica de la Disney. Paradójicamente, os doy la razón, al menos en parte: sí, es lo que uno espera de una producción salida de la casa de Mickey Mouse, pero —al menos en lo que a servidor respecta— no es una ñoñez.
Que Bird haya querido transmitir este mensaje —amén de otros que lo complementan y que hablan, como decía, de la profunda crisis en la que llevamos inmersos casi una década— a través de tan espléndido vehículo es digno de las más desaforadas alabanzas; que logre sorprendernos, conmovernos, mantenernos en tensión y nos deje con ganas de quedarnos en la sala para poder volver a viajar a tan maravillosa aventura es uno de esos logros que no se ven muy a menudo en el cine actual.
Un logro que afirma con rotundidad, más allá de números de taquilla y escépticas miradas críticas, que la magia del cine no ha desaparecido, que sigue ahí al alcance de nuestra mano y que puesta en valor como aquí se hace por un cineasta y un equipo creativo que adoran el medio para el que trabajan, solo necesita de un espectador sin prejuicios que sepa abrazarla sin remisión y se deje llevar a otros mundos, lejanos, cercanos, imaginarios o reales en los que, como decía más arriba, TODO es POSIBLE.
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