Si algo quedaba evidenciado a la luz de lo que estos días atrás he dejado plasmado en los tres artículos que hemos dedicado a repasar la trilogía original de 'Parque Jurásico' ('Jurassic Park', Steven Spielberg, 1993), es que a mi parecer, la franquicia de los dinosaurios iniciada hace veintidós años empezaba y casi terminaba con su brillante primera entrega, dando a partir de la segunda unas muestras de cansancio que se transformaban en horrible agotamiento de cara a una tercera que, en términos coloquiales, "no hay por dónde cogerla".
Con estos antecedentes, si había un sentimiento que podía ser capaz de nublar mi juicio a la hora de valorar lo que el viernes pasado me iba a encontrar en 'Jurassic World' (id, Colin Trevorrow, 2015), ese era el escepticismo. Un escepticismo que todos los avances previos que la Universal había ido liberando meses atrás no había hecho sino aumentar y que, sorprendentemente, quedaba obliterado hacia la mitad de la proyección para dar paso a una diversión que lograba en no pocos momentos transportarme dos décadas atrás al asombro con el que viví el primer viaje a la Isla Nublar.
A lo grande
De ello, de que los ciento veinte minutos de metraje en los que se desarrolla 'Jurassic World' —dos horas que se pasan en un suspiro sin que uno tenga conciencia del tiempo— es directo responsable un guión que, consciente de la imposibilidad de innovar sobre el tejido de una premisa de partida que en esencia es exactamente la misma que la de la primera parte de la saga, opta por ofrecer una versión supervitaminada y mineralizada —que diría Super Ratón— de la trama a la que nos asomamos hace casi cinco lustros.
Tanto es así, que lo que Colin Trevorrow, Derek Connolly, Rick Jaffa y Amanda Silver concretan con el guión podría ser calificado como una mera reimplementación de las ideas que ya estaban presentes en el libro de Michael Crichton y en el libreto de David Koepp: la fusión de personajes y/o cambio de sexo de los mismos —Dallas Howard no es más que la suma de Neill y Attenborough en un envoltorio precioso—, y la alteración de situaciones nunca termina de escapar a esa sensación de familiaridad extrema con la que queda caracterizada la totalidad de la cinta, no siendo complicado en ningún momento anticiparse a los diversos giros que van sucediéndose a velocidad de vértigo.
Esa voluntad por no innovar, por echar mano de algo que funcionó —y funcionó bastante bien— tiempo atrás queda aquí arropada por el más espectacular envoltorio que la tecnología digital es capaz de ofrecer, y ya la escena que sigue a los dos chavales protagonistas —y aquí tengo que admitirlo, salvo por un par de fugaces momentos, son dos personajes que no despiertan antipatía o deseos homicidas en el espectador— mientras recorren corriendo el inmenso resort que se ha construido en torno a los dinosaurios deja claro, entre otras cosas, que el espíritu "noventero" es el que va a regir toda la función.
Un espíritu que también recoge ciertos testigos de la década de los ochenta —el Indiana Jones al que encarna el hiper-carismático Chris Pratt (lo mejor del filme con diferencia) así lo pone de relieve— y que, gracias a ese rescate de parte de lo maravilloso que había en la cinta original a través de la partitura de Michael Giacchino y de la dirección de un Trevorrow que, sin hacer gala de una personalidad arrebatadora, cumple de sobra con lo que se podía esperar de él —genial la caza del Indomitus Rex por parte de Pratt y sus raptores—; termina demoliendo las barreras que servidor le había interpuesto a priori a un filme que, de nuevo, entretiene a manos llenas.
'Jurassic World', puertas abiertas
Ahora bien, que nadie se confunda pensando que el hecho de disfrutar sobremanera del honesto entretenimiento que ofrece la cinta fue óbice para ignorar todo aquello que, o bien funciona a medias o, directamente, es de una moderada estridencia. Entre lo primero, acaso lo que más destaca es, de nuevo, ese esfuerzo imitador de lo que ya vimos en el pasado; un esfuerzo que termina perdonándose por el sentido del humor de la cinta —volcado en los personajes de Pratt y de un estupendo Jake Johnson— y por los muchos y muy diversos guiños que el metraje va desgranando a la cinta original.
De moderada estridencia cabría calificar a lo manido del tratamiento de muchos personajes —es ver a Vincent D'Onofrio y saber de qué pie cojea y cuál va a ser su destino final—, a muchas situaciones y diáologos que resultan cuanto menos implausibles y a que, en el intento de ofrecer algo mucho más grande, la producción coquetee peligrosamente con el síndrome "fase de videojuego" que tanto daño había hecho a las dos entregas anteriores de la franquicia. Un mal del que se salva de puntillas pero que, ay, aqueja un detalle que, a mi parecer no vaticina nada positivo para la más que asegurada continuación de lo que aquí acaece.
Sin querer revelar ningún dato de importancia, la semilla que se planta aquí de cara a una secuela abre las puertas a todo un mundo muy diferente de lo que hasta ahora habíamos visto en la franquicia. Un mundo que tratado sin cuidado podría caer en el mayor de los ridículos y que habrá que ver cómo termina tomando forma. Mientras tanto, no tengan reparos en acercarse a los cines a dejarse transportar a un vehículo que, sin parar, deja claro —por cierto— quién es el mejor candidato posible en la actualidad para heredar el Fedora y el látigo. Sólo por él, vale la pena el gasto de la entrada.
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