Luca Guadagnino ha logrado que la mayoría de crítica y público coincidan en una apreciación parecida sobre su última película: ‘Call Me by Your Name’ no es otra más sobre un romance homosexual. Es una obra que tiene una historia de amor entre dos hombres, pero en la que no se hace hincapié en la elección sexual de sus protagonistas y trata con la misma naturalidad y delicadeza que cualquier otra película sobre el primer amor.
Lo cierto es que, en efecto, el gusto la naturalidad que muestra el director al rodar el florecimiento del deseo y la ternura es el opuesto a la chabacanería deprimente de, por ejemplo, ‘La ley del deseo’ (1987). Hay un estudio claro de las emociones de Elio, un adolescente de 17 años que actúa, se mueve y se enamora como lo haría cualquier adolescente, y es en su inseguridad enmascarada en donde encontramos el motor de la magia de la película.
Cine queer 4.0
Gracias a la sobresaliente interpretación de Timothée Chalamet experimentamos sus errores, su estupidez altiva y su vulnerabilidad entrañable. Por eso nos creemos su historia de amor, da igual que sea con Armie Hammer que con un alienígena del espacio exterior. Da igual la etiqueta con la que se nos haya presentado el concepto, hay un drama universal que va más allá del reto al espectador. Guadagnino propone su romance evitando las imágenes explícitas, para lograr, en pocas palabras, que hasta tu padre la disfrute sin escandalizarse.
Durante mucho tiempo, incluso hasta hace bien poco, algunas de las herramientas de la normalización pasaban por la provocación. Es decir, el uso de lo gráfico como revulsivo, como táctica de impacto y bandera del “si no te gusta no lo mires”, con la relación sexual gay masculina, la sodomía, como último tabú. Resulta evocador que películas queer también románticas como ‘La vida de Adèle’ (La Vie d'Adèle – Chapitres 1 & 2, 2013) utilizaran el sexo como vía del desafío desde la perspectiva del lesbianismo.
Llega hasta tal punto la relación que parece que sin erotismo o pornografía no cabe la posibilidad del discurso, quizá porque el propio artefacto siempre ha querido ser abanderado de una cultura que, en ciertos sectores sociales, vive el acto sexual como propio elemento de su definición, aparcando el elemento romántico ingenuo para las “aburridas películas heteronormativas”. Por ello, ‘Call Me by Your Name’ es, ante todo un filme de su tiempo, que no avanza en ningún aspecto pero se erige como un indicador de que la cultura es hoy más permeable a la normalización.
Pequeños derrapes de autoconsciencia
Cabe preguntarse cómo se habría recibido esta historia de amor si Oliver fuera una estudiante de 24 años o cómo lo haría si Elio fuera una adolescente de 17 años enamorada de un profesor tan guapo y seguro de sí mismo como el que interpreta Armie Hammer. Sí, aunque estuviera tan bien desarrollada como nos la cuenta el guion de James Ivory no tendría el elemento social y relevante que la hacen una de las películas del momento. Por otra parte, está llena de detalles que dejan entrever que en realidad, no ha abandonado del todo su etiqueta de “cine gay”.
Desde luego, la sensualidad es importante en una historia de primer amor, y aunque la belleza a lo Bertolucci de las imágenes de baños y estampas bajo el sol resulte evocadora, la necesidad constante de mostrar los torsos desnudos resplandeciendo dejan clara la fascinación por la iconografía afín de siempre. El momento ‘American pie’ (1999) con un melocotón es la clave para dejar claro que, al fin y al cabo no se desmarca tanto del cine sin etiquetas que propone, aunque lo realmente provocador (y perturbador) del mismo es la imagen del dedo de Elio presionando para sacarle el hueso.
Si sus reflejos se perciben en un exceso de diapositivas de la homosexualidad idílica, su descripción del amor prohibido, una vez se traspasa la línea en una primera hora brillante, resulta tan embellecido que en algunos momentos se esfuma el hechizo de inmersión total que había conseguido hasta el momento. Todo termina encajando en una visión tan amable y dulce que, incluso el emotivo discurso final resulta tan bien escrito como ingenuamente idealizado.
Como si fuera consciente de su logro, Guadagnino irradia el alborozo de la pareja en un entusiasmo autoconsciente de la propia película. Se gusta a sí misma y no puede evitar estirar momentos y alargar situaciones hasta desestabilizar una narración a la que si le arrebatas media hora no dejaría ninguna secuela grave. Puede que sin esos excesos no encandilara de la misma manera o no resultara tan sincera, y es precisamente su honestidad lo que la convierte en un viaje iniciático indeleble, encantadoramente melancólico.
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