Ni siquiera en el teatro es la historia lo más importante (...) Es el lenguaje lo que cuenta. Y el papel del lenguaje en el cine tiene que tomarlo la cámara, y el montaje. Tienes que escribir con la cámara.
Dicha frase pronunciada por alguien que sabía muy bien qué es el séptimo arte, definía a la perfección el estilo de Douglas Sirk, otro alemán que, al igual que Fritz Lang, tuvo que emigrar a Estados Unidos. Primero consiguió trabajo como guionista en Columbia Pictures, y más tarde fue contratado por la Universal donde vivió su edad de oro, proclamándose como el rey del melodrama —tantas veces citado por Pedro Almodóvar en sus vanos intentos de copiarle, los mismos que a mí me produce risa—, elevando el género hasta límites insospechados. Sirk realizó cuatro remakes de melos de los años 30 que a día de hoy sólo recordamos, afortunadamente, los cinéfilos. Del desconocido y excelente John M. Stahl realizó tres remakes —'Obsesión' ('Magnificent Obsession', 1954), 'Interludio de amor' ('Interlude', 1957) e 'Imitación a la vida' ('Imitation of Life', 1959)—; la que hoy nos ocupa, 'Siempre hay un mañana' ('There´s Always Tomorrow', 1955) —citada en el top de amores imposibles— es un remake del film homónimo de Edward Sloman de 1934, hoy completamente olvidado.
En el caso de los films de Stahl —excelente director injustamente relegado al olvido— creo que los trabajo de Sirk son ligeramente superiores, alcanzando alguno de ellos eso que no existe y que llamamos perfección. En el caso del film de Sloman, no puedo hacer la comparación ya que el film en cuestión si no es prácticamente imposible de ver, sí muy difícil. No obstante, si tenemos en cuenta que los otros remakes llevaban el material de Stahl al terreno de Sirk consiguiendo films con autonomía propia —tal es el punto que muchos consideran los trabajo de Stahl como meros apuntes o complementos previos a los trabajos de Sirk, algo para mí exagerado—, es de suponer que la operación realizada aquí es similar. En tan sólo ochenta minutos Sirk nos narra una apasionante historia sobre el amor y la ilusión perdidos, la cárcel del matrimonio y las segundas oportunidades que pasan por delante de tu puerta.
(From here to the end, Spoilers) Fred MacMurray y Barbara Stanwyck se reúnen por cuarta vez tras las imprescindibles 'Recuerdo de una noche' ('Remember the Night', Mitchell Leisen, 1939), 'Perdición' ('Double Indemnity', Billy Wilder, 1944) y la menos conocida 'Sombras tenebrosas' ('The Moonlighter', Roy Rowland, 1953), dando vida a dos viejos conocidos, en realidad, amores de la juventud, que con el paso de los años vuelven a encontrarse. Clifford Groves (MacMurray) está felizmente casado con Marion —la explosiva Joan Bennett, antaño figura vital del cine negro, ya entrada en años— con la que tiene tres hijos. Su vida está estancada, dedicado en cuerpo y alma a su fábrica de juguetes, mientras su familia parece haberse rendido a la comodidad que da el paso del tiempo. Hasta que un día aparece Norma (Stanwyck) recordándole que una vez estuvo vivo y tuvo deseos y sueños.
Llama la atención el hecho de utilizar fotografía en blanco y negro, cuando Sirk se caracterizó por un uso endiablado del color, que mezclado con la utilización de la banda sonora daba un total y completo significado a la palabra melodrama. Russel Metty, operador de fotografía de films inolvidables como por ejemplo 'Sed de mal' ('Touch of Evil', Orson Welles, 1958) o 'Espartaco' ('Spartacus', Stanely Kubrick, 1960), trabajó en más de cien títulos demostrando una envidiable pericia tanto para el color como para el blanco y negro más su maravillosa gama de grises. Aunque Sirk expresó su descontento por no poder utilizar color como había hecho en muchos de sus melodramas, creo que la decisión del blanco y negro aporta un punto cautivador al drama personal de los personajes. Instantes tan bellos como el de Clifford sólo en su taller mirando por la ventana no tendrían el mismo impacto si el film fuese en color.
Como en otros melos del maestro —sí, a Sirk podemos llamarle maestro— 'Siempre hay un mañana' hace un puntilloso estudio sobre la hipocresía de una soceidad engañada por la falsa felicidad que se le presupone al matrimonio, y hace estragos la moral punzante que juzga viendo sólo la paja en el ojo ajeno. Es impresionante el hecho de que todo el drama se desencadena por lo que es simplemente una sospecha —Vinnie (William Reynolds), el hijo mayor de Clifford malinterpreta algo que ve entre su padre y Norma—, mientras los verdaderos valores quedan subyugados al terrible juicio moralista que los hijos hace de su padre. Norma abre los ojos a estos en la impecable escena de su apartamento, cuando en lugar de luchar por su amor les espeta una verdad mucho más cruda a unos muchachos decepcionados erróneamente por la falsa visión que tienen de su padre. La hipocresía gana la batalla, y la oportunidad del amor verdadero se desvanece entre sombras.
Clifford es y será simpre un cobarde, pues Norma tomará la misma decisión que tomó años atrás cuando la inexperiencia de la juventud —la misma que sufren los hijos de Clifford— no le dejó ver la verdad. Norma será coherente con sus actos y decisiones, mientras que Clifford sucumbirá sin remedio a la monotonía de un matrimonio, símbolo del apagado amor y la falta de pasión, preocupados más por las apariencias y el bienestar que por ser realmente feliz; se convertirá en otro de sus juguetes fabricados durante noches solitarias en su almacén, doblegado ante una sociedad que vende falsas promesas de felicidad. El falso final feliz, con ese maravilloso plano contraplano de Norma en el avión y Clifford en su casa, no deja lugar a dudas. Las segundas oportunidades existen, pero la cobardía que le han inculcado a Clifford todo su entorno, lleno de mentiras, demuestran que el mundo, esta vez, supera al amor. Resulta realmente sorprendente que uno de los films menos conocidos de la mejor etapa de Sirk destile tanta verdad y tristeza. Tal vez porque no haya un sólo valiente en esta vida que sepa mirarlo de frente. Agachemos la cabeza ante las punzadas de Sirk, nos lo merecemos. Por cobardes.
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