Si bien con el paso de los años ha ido a menos, hubo una época en que me veía envuelto una y otra vez en una conversación recurrente alrededor del cine de animación en la que tenía que defender a tan espléndida forma de contar historias como "algo más que dibujitos para los críos", confrontando las actitudes poco dadas a asumir tal afirmación con recomendaciones de las muchas latitudes del tipo de películas que ocupan este ciclo que, como ya hemos visto, nada tienen que ver con los más pequeños de la casa.
Entre ellas, y casi siempre para dejar zanjada un diálogo que no llevaba a ninguna parte mientras mi interlocutor no pudiera sentarse a ver algunos de los títulos que le iba citando, este redactor recurrió —y recurrió mucho— a invitar a quien fuera a una sesión de cine en mi salón con 'La tumba de las luciérnagas' ('Hotaru no haka', 1988), una producción que funcionaba con precisión quirúrgica a la hora de desmontar esa falsa y muy extendida creencia que cine animado y adultos son términos contrapuestos.
D.E.M.O.L.E.D.O.R.A
Una creencia que 'La tumba de las luciérnagas' desmonta de forma tan categórica como rápida, pues ya en esos primeros minutos de metraje, que son una auténtica declaración de principios acerca de los derroteros por los que se va a mover la cinta, la historia de Seita y Tetsuko —dos hermanos que sobreviven como pueden en las arrasadas calles de Kobe durante los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial— se muestra descarnada, cruda y sin ningún tipo de concesiones a la galería.
Atenazado el corazón del espectador por un comienzo de los que nunca se olvidan —después de tantos visionados como los que he hecho en la última década y media, me sigue impactando con igual fuerza tan asombroso arranque—, el filme dirigido por Isao Takahata y producido por Studio Ghibli adapta a la perfección el texto original de Akiyuki Nosaka; algo que el escritor, que siempre se había mostrado reticente a que el cine pudiera trasladar de forma precisa su novela, no tuvo más remedio que admitir cuando se asomó a la pre-producción de este puntal fundamental del anime japonés.
Un puntal que se sustenta, para empezar, en extender a toda su duración la idiosincrasia que se deriva de sus duros primeros minutos, esto es, mostrar de la forma más veraz posible desde una animación lo menos irreal posible la dramática situación que vivió el país del sol naciente en esos momentos finales de la contienda cuando ya se hacía evidente, incluso antes del lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki, que las fuerzas del eje no tenían nada que hacer contra el empuje de los aliados.
'La tumba de las luciérnagas', una Obra Maestra
Bajo dicha premisa, y siempre con el nuestro corazón en un puño, el alegato antibelicista enhebrado por Takahata —que siempre se ha negado a calificar de tal manera a su filme— discurre con una fluidez asombrosa por la vida de dos niños que, al final de la cadena de un Japón que se hunde irremisiblemente en el resultado de la guerra, se refugian cada vez más en un mundo construido a su medida al margen del que unos adultos amargados e ingratos son capaces de ofrecerles.
A este particular responden tanto la tía de los niños, una mujer que en ningún momento muestra sentimientos de piedad para con ellos, el granjero que apaliza a Seita cuando intenta robar caña de azúcar para poder dársela a su malnutrida hermana o, por supuesto, a ese médico impasible que anuncia impertérrito al joven que la pequeña se está muriendo por causa de la inanición y no hace nada por ayudarlo.
Las sensaciones de impotencia y rabia que tales personajes despiertan en el público quedan aumentadas, y de qué manera, por la natural ternura que despierta Satsuko, una niña vital que se apaga poco a poco y que se gana nuestra simpatía desde el primer minuto de proyección, haciendo que el desenlace de la trama nos inunde los ojos de lágrimas por mucho que sepamos, y lo sabemos desde el prólogo que precede al gran flashback que es toda la cinta, cuál será el final.
Si a la potencia con la que la cinta carga contra la entereza del espectador añadimos la belleza plástica de una animación que, como todo producto Ghibli, cuida al máximo la concreción de los escenarios por los que se mueve y que, en un estilo apartado del que se asocia Hayao Miyazaki, traza con suma eficacia a las figuras humanas que discurren por el metraje; no es nada difícil asumir la calificación de Obra Maestra que se merece una de las mejores películas que se hayan rodado jamás sobre la guerra. Ahí es nada.
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