Me pregunto quiénes son los iluminados que ascienden a alguien como Michael Haneke a los altares, seguro que son la misma gente que protesta por el hecho de que ‘Avatar’ gane Globos de oro echando pestes contra los premios en general, y luego alaban los concedidos a Haneke y su última película, ‘La cinta blanca’ (‘Das weisse Band – Eine deutsche Kindergeschichte’, 2009). Lo cierto es que estamos ante una de las mejores películas de tan curioso cineasta, al menos es en la que menos imbécil me he sentido pues siempre he tenido la sensación de que este tío se ríe del público. Su cine no plantea ninguna respuesta, sólo preguntas, su obsesión por el mal y los orígenes, por el ser humano y sus intrincados sentimientos de culpabilidad y remordimiento, siguen siendo sus temas predilectos. Y no digo yo que no sean de gran importancia, lo son, pero en manos de Haneke se me antojan pueriles e insatisfactorios.
Mis compañeros Juan Luis Caviaro, Jesús León y Adrián Massanet, o lo que es lo mismo, el raro, el soso y el toca cojones, estarán absolutamente emocionados con el más que cantado Oscar para esta cinta —si gana Campanella doy una fiesta—, pues la tratan como una obra maestra, en la que éste vuestro humilde servidor, más cazurro y borrego de lo que parece, ha sido incapaz de entrar. Realmente creo que el cine de Haneke es vacío por culpa de sus formulismos, esta vez el fondo —de una envergadura dramática realmente estremecedora— queda anulado por una puesta en escena que, aún tirando a clásica se pierde al sustituir la sutileza en pos de una incapacidad narrativa hasta insultante.
El argumento de ‘La cinta blanca’ está situado entre los años 1913-1914 en un pequeño pueblo protestante del norte de Alemania. Allí poco a poco van sucediéndose extraños acontecimientos cada vez más peligrosos, accidentes de carácter mortal, incendios, y nadie encuentra ni una razón ni un culpable para ello. Ahondar más sobre esta premisa sería totalmente inútil, pero ahí tenemos a don Michael Haneke, armado de todo el valor del mundo, pretendiendo explicar los orígenes de la maldad del ser humano contextualizando la historia antes de la Primera Guerra Mundial para que yo como espectador me haga una paja mental pensado en el origen del nazismo. Haneke desconoce el verdadero significado de la palabra sutileza, y con el pretexto de dejar en manos del público el completar su propuesta, nos planta un ladrillo de dos horas y media. Tal vez Haneke debió realizar lo que tenía pensado en un principio, una miniserie de televisión dividida en tres partes.
De nada me vale que todo su reparto esté perfecto. Sus personajes no tienen alma —ahora alguien gritará que eso es precisamente lo que busca Haneke—, no siento simpatía por ninguno, entendiendo por ello que me parezcan fascinantes o mínimamente atractivos. Ni siquiera por el narrador —cuando le conviene a Haneke que sea el narrador gracias a una voz en off, porque cambia de punto de vista cada dos por tres—, un joven profesor que descubre por arte de magia, repito, por arte de magia —ahora algunos me explicarán cierta escena en la que descubre a unos niños hurgando en una ventana— a los posibles culpables de los dramáticos acontecimientos que bañan el film. Como tampoco me impresionan esos niños que parecen salidos de ‘El pueblo de los malditos’ (‘Village of the Damned’, Wolf Rilla, 1960), film sobre el que John Carpenter volvería con un olvidable remake en los 90, y que en cierto modo guarda paralelismos con ‘La cinta blanca’. Y así con el resto de personajes.
La fría cámara de Haneke me impide ese acercamiento, y las posteriores reflexiones —ésas que a veces se tienen transcurridos días tras un visionado— carecen totalmente de interés para mí. No necesito acciones fuera de campo alargadas hasta la extenuación, lo mismo que infinidad de planos fijos que en lugar de inquietarme provocan en mí un enorme y largo bostezo. Lo que sí me llego a preguntar es por qué demonios los padres de Michael Haneke no le inculcaron a ser otra cosa que no fuera director de cine, y así me hubiera ahorrado algunas memeces de muy señor mío. Indagaré sobre ello, me comeré el coco una y otra vez, tal vez sea ésa la verdadera intención de este director con ínfulas de autor, que descubramos qué narices hace año tras año atormentándonos.
No puedo decir qué debe ser el cine —realmente nadie puede—, pero sí puedo decir que es éste para mí o qué espero de él, porque al fin y al cabo en el fondo de todo, sólo se trata de eso, de lo que cada uno espera de este arte tan maravilloso en el que todos coincidimos en una única cosa: nuestro amor por él. Y por Dios, que nadie me salga ahora rasgándose las vestiduras hablando de que no he sabido apreciar el duro golpe que Haneke pega a la educación férrea y religiosa que más tarde deriva en el mal, o que no he entendido —y por lo tanto no he sentido— algunas de las oscuras historias innombrables que encierran los personajes que pululan por ‘La cinta blanca’, como si el entender una película fuese sinónimo de calidad. Entiendo perfectamente el cine de Michael Bay y también me parece deplorable, eso sí, al menos Bay no engaña a nadie. Precisamente lo peor de Haneke es que su discurso resulta muy obvio.
Ay, si Dreyer resucitase, la de collejas que le daría al alemán éste, o Henri-Georges Clouzot que ya contó algo parecido y mucho mejor en la excelente ‘El cuervo’ (‘Le Corbeau’, 1943).
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