Primera vez que en este especial dedicado a las fascinantes criaturas conocidas como vampiros tratamos una comedia. Por supuesto ‘El baile de los vampiros’ (‘Dance of the Vampires’, 1967, Roman Polanski) no es la primera película que se toma a coña el mundo vampírico, hay algunos ejemplos sobre todo en el cine de serie B de los años 40 y 50. Pero Polanski se adentró de lleno y en clave de comedia —con pequeños puntos trágicos— en el universo de los vampiros, cuando estaba en una de las cimas de su carrera, aprovechando además que el tema estaba muy de moda gracias a la mítica productora británica Hammer Film.
De hecho, ‘El baile de los vampiros’ —cuyo título original ha cambiado en USA al de ‘The Fearless Vampire Killers’— revisita en su mayor parte uno de los títulos menos considerados injustamente de la Hammer, ‘El beso del vampiro’ (‘Kiss of the Vampire’, 1964, Don Sharp). De esos films recoge absolutamente todo, desde la apariencia gótica de sus imágenes, hasta el uso del color, pasando por un esquema narrativo idéntico y acentuando, cómo no, los elementos sexuales y sangrientos del relato, que en esta ocasión Polanski utiliza para provocar la carcajada. Lo consigue a veces.
Y es ahí donde discrepo con mi compañero Adrián Massanet, que en su estudio del cineasta Roman Polanski asevera lo sublime de esta cinta. No pongo en duda la grandeza que el director de origen francés ha alcanzado en su filmografía con títulos como ‘El quimérico inquilino’ (‘Le locataire’, 1976) —para el que suscribe su mejor trabajo hasta la fecha—, ‘Frenético’ (‘Frantic’, 1988) o ‘Lunas de hiel’ (‘Bitter Moon’, 1991), por citar tres ejemplos variados, pero también creo que es un realizador con una trayectoria muy irregular. Capaz de lo peor y lo mejor, ‘El baile de los vampiros’ expone precisamente las virtudes y defectos de un cineasta que se ha hecho un hueco en la historia del cine gracias a productos, en su mayor parte, no precisamente fáciles.
El comienzo de ‘El baile de los vampiros’ deja claras las intenciones del cineasta, estamos ante un cachondeo puro y duro sobre un tema fantástico que curiosamente en muchos films ha estado al borde del ridículo —a veces cierta cutrez en los efectos visuales, o en una alocada trama, provocan esa triste sensación—. No obstante el film posee también elementos terroríficos que no tienen nada que envidiar al resto del cine de terror coetáneo. Instantes como el del Conde Krolock —Ferdy Maine excelentemente caracterizado— entrando por la ventana del techo para llevarse a la espectacular Sarah —Sharon Tate sustituyendo a la inicialmente prevista Jill St. John— o esos instantes fantasmagóricos en los que se escuchan unos hipnóticos cantos, demuestran la gran capacidad de Polanski para crear una adecuada atmósfera, y entran por derecho propio en los anales del cine vampírico.
En cuanto a los instantes cómicos encuentro que instantes hilarantes se dan la mano con otros de un humor más grueso o zafio, un terreno pantanoso para Polanski, quien no controla todos los resortes de la comedia. Ciertamente inspirado me resulta la composición del que sería una especie de versión cómica de Van Helsing. El profesor Ambrosius —extraordinario Jack MacGowran en la mejor interpretación de la película— resulta encantador por despistado, y el hecho de que gracias a él el vampirismo se extiende por todo el mundo es uno de los detalles más acertados de la historia. No ocurre lo mismo con el personaje al que da vida el propio Polanski y que no empata con nadie, amén de una historia de amor muy brusca.
En su primera mitad, antes de que los dos personajes centrales se presenten en el castillo de Krolock, Polanski no domina del todo el ritmo de la historia. La estancia en la posada se alarga en demasía y se suceden situaciones de poco interés, aunque el personaje de Shagal —divertidísimo Alfie Bass— emerge en ese instante como el más provechoso, alcanzando más tarde cotas inimaginables en el tratamiento que Polanski le da cuando aquél ya ha sido vampirizado. Afortunadamente las secuencias en el castillo contienen lo mejor del film, y el director logra instantes de cierta tensión, como el intento con acabar con los vampiros mientras duermen en el interior de sus ataúdes en su cripta particular —atención a las andanzas de Shagal en ese tramo—, o el mítico baile que da título al film, y que rememora en clave de comedia el realizado por Don Sharp en el film arriba mencionado.
Irregular, pero estimable trabajo de Polanski, fracaso total en Estados Unidos —debido a ciertos problemas personales con el productor que recortó la película en la sala de montaje—, y éxito en Europa, continente en el que Polanski es más admirado. Al año siguiente volvería al género del terror desde una óptica mucho más seria y con resultados muy superiores.
Anécdota sobre el rodaje
Para la famosa secuencia del espejo en el que sólo se ven reflejados los tres protagonistas, mientras el resto de vampiros se quedan boquiabiertos, Polanski hizo construir una habitación exactamente igual a la que estaban, pero a la inversa, de forma que al separarlas por una puerta —en la película, el espejo, que simplemente no existe— dé la sensación de que es la misma estancia reflejada. Los actores son los que están de frente a la cámara, mientras que unos figurantes son los que bailan hacia el inexistente espejo. Hoy se haría de forma digital y el encanto se iría a tomar viento fresco.
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