Los remakes suelen tener mala fama, sobre todo cuando son anunciados y mucha gente corre a anunciar lo innecesarios que son. Es comprensible, los ha habido bastante malos y, en efecto, innecesarios a lo largo de los años. También es cierto que los buenos remakes no suelen ser recordados o hablados como tales, han conseguido tener vida por sí mismos.
No hay caso más paradigmático de este último fenómeno que una de las películas más definitorias de la década de los ochenta. Una que supo reflejar no sólo el momento cultural, sino también el cambio estilístico del cine comercial, tomándose libertades en su adaptación de una, por otro lado, estupenda película de 1932 (aunque ambas partan de una novela). Ese exitoso remake fue 'El precio del poder'.
Un mundo blanco y rojo
El clasicazo con la interpretación más memorable (¿e imitada? ¿parodiada?) de Al Pacino, dirigida por un Brian De Palma en modo artesano de estudio pero también más enajenado que nunca, cumple 40 años de su estreno en cines. Un fenómeno cuyo póster ha sido comprado hasta la saciedad y que hoy se puede ver en streaming a través de Filmin, de Netflix y de SkyShowtime.
En esta versión del terrible criminal Tony se apellida Montana, procede de Cuba, y se cuela en Miami durante el famoso éxodo del Mariel. Una vez en Estados Unidos, busca establecerse como gángster, y no uno cualquiera. Sus ansias por ascender en el poder son implacables, pero también calculadas, accediendo a la cúpula como gran traficante de cocaína. Pero su ascenso traerá quebraderos de cabeza y, posteriormente, decadencia.
El ascenso y caída de Montana tiene mucho de los films de gángsters épicos y clásicos, marcando la inevitable implosión de querer establecerse en los mundos turbios. Pero su retrato fue especialmente relevante en 1983, cuando estaba emergiendo una mentalidad de codicia, de agarrar el éxito con las manos, derivado del excepcionalismo neoliberal de la América de Ronald Reagan.
'El precio del poder': excesos por doquier
De Palma fue especialmente perceptivo y supo aprovechar esos detalles que estaban en el guion de Oliver Stone, y lo realizó de la manera más ochentera posible. Los trajes, las luces de neón, el musicote de Giorgio Moroder. Todo está subido al once para acentuar los excesos, haciendo que la experiencia de ver la película sea un viaje cargado de excitación y sensaciones muy próximas a la intoxicación.
Son excesos que están por doquier y que, en sus momentos buenos, son realmente vibrantes. Algo aplicable a la interpretación de Pacino, mostrando ya esa manera de desatarse que dio luego unos turbulentos trabajos en los noventa. Pero el resultado final es magnético, poderoso. Sin duda una película que supo sobrevivir a la decepción comercial, al vilipendio por parte de los Razzie ("peor director", habrase visto), y a la sombra de Howard Hawks. Hoy pocas películas son más icónicas que esta.
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