Pasaron en los ochenta muchas cosas. Pasaron series de televisión, que se vieron en reposiciones televisivas, pasaron términos, como esa fiebre del manga que pronto fue la fiebre del anime y pasaron dos nombres que fueron ya reconocidos pero que nadie esperaría que fueran para siempre reconocibles.
Son Hayao Miyazaki e Isao Takahata. Son el Estudio Ghibli. Os hablo de aquella película triste e inmensa, 'La tumba de las luciérnagas' (Hotaru no Haka, 1988) y 'Mi vecino Totoro' ('Tonari no Totoro', 1988) estrenadas en un mismo e inspirado año para la heterodoxia y el derribo de prejuicios. Veinticinco años más tarde, Totoro es tan legendario y tan capaz como entonces.
Se impondrían, sin embargo, otros criterios. El éxito de una serie quedaría como cosa definidora y la dificultad de distribuidora se iría calmando con la llegada de fans, de fotocopias y después de valientes editoriales, como aquella Glènat que dirigía entonces Joan Navarro.
Pero en el recuerdo Totoro se mantuvo, tanto que se pudo ver la película en cines en su reestreno en salas españolas y pudimos tenerla en ediciones en DVD insólitas y uno se pregunta qué ha hecho tan bien un modesto estudio de animación como para lograr tales honores, más allá de que los tiempos cambien y los jóvenes no sean los de siempre.
Posiblemente, todo. Totoro no era como Disney, y esto lo sabemos al verla. Renuncia, como explica Jordi Costa, al estilo antropomórfico. Pero también a las actitudes humanas. Totoro es un espíritu del bosque, es la animalidad pura y dura. En Miyazaki no está Broadway, porque está el campo de su país, no se trata de algo humano, demasiado humano sino de la fascinación de verse rodeado de naturaleza pura y dura.
La trama era delgada y no explotaba sus elementos más sentimentales. Una mudanza al campo, con enfermedad de madre incluída, dos hermanas, y una historia alucinante con Totoro. En momentos de gran perturbación, como una noche lluviosa en un bosque desconocido, aparecía para siempre el gatobús y no lo íbamos a poder olvidar.
¿Las razones para seguir viendo o recordando a Totoro y los que vinieron después? Todas o ninguna. No se permite Miyazaki en esta gran obra maestra argumentos como el "avance animado" (su estilo está pulido y acabado, pero ya en intentos anteriores se observa su ruta y su estilo) o el manido "es para niños y adultos".
En realidad, Totoro no busca edades. Busca almas. Estén donde estén, van a poder comprobar, una vez más, como la Naturaleza se levanta en huracán y nos devuelve un trozo inmenso de la belleza indómita de este mundo. No es poco. O es demasiado.
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