Fueron unos Oscar marcadamente democráticos. Musicales. Contra la tendencia de tener favoritos, en esta gala todo fue sorprendente, desde el primer al último minuto de la noche. No se puede negar que en esta gala, de duración siempre excesiva, supo ser sorprendente hasta el final.
Era el momento de que Hollywood ejerciera toda su maquinaria en su expresión más feliz. De gustar y para ello, este año asumió que su tarea era de gustarse de un modo distinto. Atrás han quedado, al menos por un momento, las galas en las que una triunfadora absoluta o dos se repartían los grandes premios. Este Hollywood quiere cambiar, y quiere hacerlo desde el imaginario y al tradición.
La gala empezó fresca, con grandes chistes y una tónica magnífica entre el humor subversivo (referencias raciales por doquier) de Seth MacFarlane, el mejor presentador que ha tenido esta gala en una década, superando incluso el añorado retorno de Billy Crystal (tal vez el más recordado presentador de la gala por su cumbre en los noventa, y con razón). ¿El secreto? MacFarlane usó sus cualidades al límite y triunfó con ellas.
El creador del subversivo Stewie Griffin convocó al escenario al maravilloso osito Ted junto a la co-estrella de la película del mismo nombre, Mark Wahlberg, para que soltaran chistes sobre judíos y todo esto tras referencias sarcásticas al nazismo vía 'Sonrisas y lágrimas' (The sound of the music, 1965). Referencias a orgías y cocaína mezcladas con encantadores números musicales: si uno podía esperar una gala mejor, no sé cual debería ser. La parodia se yuxtaponía con el homenaje a James Bond y varios momentos sentimentales. Adele se llevó la palma, muy seguida de cerca por Jennifer Hudson. Pero la ganadora del Oscar a la mejor canción original aportó la cacareada fórmula perfecta: evocativa sin resultar un calco, intensa sin perder glamour, creativa y además popular sin resultar insustancial.
El pop de Adele, con dos discos que confirman su trayectoria sólida en el mundo de la canción, es una rara avis, ya sea por atreverse con un sentimentalismo nada acaremelado o por renunciar a ser una diva del pop basada enteramente en su atractivo físico. Hudson recordó el poderío de 'Dreamgirls' (id, 2006) y el homenaje a Hamlisch que llevó a cabo Barbara Streisand fue insuficiente en la emoción.
Se dice, y siempre con toda la razón del mundo, que esta gala está siempre lastrada por su inmensa duración. Es cierto. Se hizo tarde y ni siquiera el tirón expositivo y chistoso de su presentador pudo hacer que el nudo de la gala fuera más bien rutinario. Pero hubo toques divertidísimos. Rescatar la melodía de 'Tiburón' (Jaws, 1975) para cuando el premiado se alargaba más de la cuenta fue todo un acierto y dio a la gala vigor y diversión.
Anne Hathaway y Jennifer Lawrence son, indudablemente, las estrellas con más glamour del Hollywood contemporáneo. Ambas son las mejores actrices escogidas por la academia, en elecciones altamente sorprendentes. Pero, y aquí viene lo diferente, son también un nuevo tipo de actrices, selectivas en sus papeles, tanto en grandes como en pequeñas producciones, y cuyas carreras dejan pocas dudas sobre un sistema actual en el que los proyectos íntimos son tan importantes como los grandes, pese a que los primeros estén en franca extinción. Pero ¿qué son los Oscar sino la manera de mantener esa épica?
Y los actores fueron muchísimo más predecibles, pero queridos. Christoph Waltz confirmó que sus premios son ahora cien por cien tarantinianos y Daniel Day-Lewis dio un divertido discurso de agradecimiento por actuar con intensidad y mimetismo, en una típica y exageradamente gestual interpretación de las que cautivan a la Academia, al presidente Lincoln. Para las palabras, nada sorprendente tampoco: Chris Terrio gustó y recordó a los iraníes por su trabajo en 'Argo' (id, 2012) y Quentin Tarantino sorprendió y se mostró gustoso con su premio por 'Django desencadenado' (Django Unchainedo, 2012).
Aunque las sorpresas siguieron llegando. Ang Lee sorprendió y fue premiado por la Academia por su trabajo en 'La vida de Pi' (Life of Pi, 2012) y la mejor película fue, claro, para la citada 'Argo'. El último Oscar no lo dio Jack Nicholson sino alguien que, detrás de él, ejercía su papel con más pompa: Michelle Obama, la primera dama de los Estados Unidos.
Dado que la película sobre el rescate de los iraníes transcurre en la presidencia más pacífica y menos beligerante (incluyendo al propio Barack Obama) de la historia reciente de los Estados Unidos, hay que reconocer que estos Oscars fueron muy democráticos y también demócratas: premiaron una película sobre un rescate frente a otra sobre un asesinato u otra sobre el mejor de los presidentes, en lo que no hubiera dejado de ser un homenaje al propio establishment político. Un emocionado y francamente majo Ben Affleck cerró la gala y fue lo mejor de ella.
Insatisfactorios (como no podía de ser de otra manera), pero absolutamente sorprendentes y democratizados (hasta seis películas se reparten los premios considerados principales): los nuevos Oscar fueron un símbolo de diversidad y de competición en estado puro. Una gran noche para la emoción y mala para las quinielas.
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