Roger Ebert era un crítico de cine aficionado a las puntuaciones. En su programa de televisión, solía recomendar los mejores títulos con su célebre juicio de dos pulgares hacia arriba. Y en su sitio personal, concedía las cuatro estrellas a las mejores películas de la semana. Una vez, naturalmente, fue interrogado por la (notoria) cantidad de películas que habían recibido la puntuación máxima.
Su respuesta fue hábil, diplomática y pragmática. Dijo que si le daba cuatro estrellas, por ejemplo, a 'Spider-Man 2' (id, 2004) era porque se trataba de la mejor película posible de Spider-Man no porque estuviera a la altura de sus maestros de cabecera. En esta respuesta intervienen, al menos, dos temas. El primero es el asunto de las puntuaciones. El segundo es el asunto de la exigencia, con frecuencia el más usado reproche con el que se pretende deslegitimar las opiniones del crítico de cine de turno. Admito que es un tema, cuanto menos, jugoso.
La exigencia es una recurrencia argumentativa en cualquier tipo de debate cinéfilo, más informal o más serio, todos recurrimos a ella. Ya sea para disfrazar a un público que idealizamos frente a otro, hablando de los "espectadores más exigentes", ya sea para asegurar que la exigencia es algo que, como la inteligencia a la que tan frecuentemente ligamos, tenemos de nuestra parte.
Pero ¿en qué casos la exigencia jamás aparece? En los últimos años, y en aras de justificar un cine comercial cuya gramática visual es, como mínimo, empobrecedora, me he encontrado ausencia de argumentos exigentes para defender, por ejemplo, 'Transformers' (id, 2007).
No estoy diciendo que la película de Michael Bay, un ejemplo más que representativo de los estándares actuales del sistema de estudios y franquicias actual, sea merecedora de castigo o que deba categorizarse enérgicamente o que, peor incluso, no admita defensa. Estoy diciendo que es una película que no se encuentra con la exigencia, en este caso una que exija claridad visual, un estilo que no fracture el caro y notorio trabajo de efectos visuales y una concepción espacial ágil pero no bruta de las batallas.
Con el cine patrio sucede lo contrario, y no pocas veces he sido yo parte de ese público que acude con unos nuevos (y renovados) niveles de exigencia. Recuerdo ver 'Pagafantas' (id, 2009), que sigue pareciéndome inferior a la segunda película de su director, esperando no una primera película, con todo lo fresco y todo lo inacabado que ello implica, sino una película que viniera, literalmente, a refundar la comedia del cine nacional.
Por supuesto, hay un factor que se nos ha escapado aquí y que no ignoro: la publicidad. La publicidad se ocupa de crear relatos de nuestros anhelos y deseos con fines, naturalmente, de consumo. Creo que no estoy descubriendo nada. Pero, inundados por la retórica publicitaria o retórica de hype para los más avispados seguidores de música y videojuegos, perdemos de vista la naturaleza humana de todo acto artístico, más o menos comercial.
La exigencia es un horizonte magnífico, pero acaso sea solamente una espada cruel y ventajosa si no la dotamos de dos filos. Lo que quiero decir con esto es que también debemos ser exigentes con nuestra propia inteligencia, con nuestro juicio, con nuestras limitaciones: así, es muy posible, que descubramos que no solamente hay películas que no están a la altura, sino que, en ocasiones, somos espectadores que no lo estuvimos.
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