El final de ‘La casa de papel’ ponía sobre la mesa una doble apuesta para Netflix. No solo tenía que ser una conclusión satisfactoria que justificara tres temporadas para un mismo atraco, sino que tenía que superar el cierre del ingenioso asalto de las dos primeras temporadas, algo que consigue aumentando el envite a niveles delirantes, pero funcionando como un engranaje que no deja fuera ninguno de los elementos que lanza sobre la mesa.
Las ideas que presenta último capítulo justifican un recorrido más largo de lo habitual, pero dejan claro que todo está tan bien atado desde el principio que la extensión a 26 episodios del plan es excesiva. En realidad no importa tanto porque el camino ha sido una montaña rusa de emociones, giros, salidas del “plan a”, desvíos al “plan b”, pasos a un “plan c” e incluso improvisación que también da un oxígeno a la dificultad, pero con algunos recortes la coda habría tenido un efecto puñetazo aún más potente, al no acusar el cansancio de llevar todo al límite en todo momento.
Y es que ‘La casa de papel’ es pura hipérbole, sentimientos multiplicados por mil en todo momento, emociones celebradas al máximo y momentos bajos en los que parece que no hay salida posible. La alegría es júbilo, la acción desorbitada, la violencia está al límite y todas estas explosiones son acompañadas por un montaje frenético, canciones y música que busca elevar la sensación a unos niveles de irrealidad que entroncan la narrativa de la serie con el anime. Lo ojos lloran al máximo, los personajes se deforman hasta la caricatura en el rol que representan.
## SPOILERS sobre el final en el texto
Incluso su capacidad para estirar el tiempo recuerda al de los grandes partidos de fútbol de ‘Campeones’, en los que el espacio de una portería a otra duraba medio capítulo y una entrada inesperada del equipo contrario se convertía en un giro que llevaba a los protagonistas (y al espectador) a la total ruina emocional. Es puro expresionismo secuencial que mete a la audiencia en una coctelera y la agita hasta que sale borracha y agotada. Un viaje que merece la pena pero que para cuando se pone de guante blanco, en su tramo final, llevamos algo de exceso de giros y peligros.
Un truco de ilusionismo ingenioso y con sentido
Pero esto no cambia que el último truco final sea memorable. El guion de la quinta temporada juega al despiste con una serie de flashbacks de Berlín que parecen inclusiones obligadas por la demanda internacional para ver y devorar minutos con el personaje. De hecho, cuando se anunció el spin off protagonizado por Pedro Alonso parecía que habían incluido el típico episodio piloto de una nueva serie intercalando con alevosía una historia de un robo pasado con nuevos personajes y otro tono ligeramente diferente.
Pero en el final del episodio 8 se nos muestra que había una buena razón para ese flashback. El profesor es robado por su propio sobrino gracias a la información que obtiene de su padre y todo cobra sentido. Incluso el método del cambiazo que utiliza su hermano servirá de inspiración para la proposición final. El detalle de que el oro sea robado en último momento es un golpe maestro del libreto, puesto que es una inesperada fuga que trastoca el paso más importante del proceso, contar con el oro para conseguir negociar la salida.
La tensión se divide en tres focos, lo que permite a Alicia, uno de los grandes personajes de la serie, tomar las riendas por su cuenta como miembro de la banda, haciendo equipo con Logroño en una misión a contrarreloj que solo puede resolver alguien con su ingenio perverso. Añadir a la gran antagonista de las dos últimas temporadas como aliada es uno de las claves de un crescendo de emoción que salta sobre sí mismo para sorprender y mejorar cuando esto parece imposible.
Un espectáculo de acción hollywoodiense con espíritu de cómics Bruguera
Por otro lado se mueve el divertidísimo “plan pulgarcito”, que eleva el carácter de mofa cómplice de la serie con un “sigue las pistas” falso para desquiciar a la policía digno de episodio de ‘Coyote y Correcaminos’. La cobertura mediática con los ladrones explicando el robo para desestabilizar los mercados internacionales se corona con las imágenes de grandes buques “peinando el Cantábrico” para encontrar el oro que convierte al país en el hazmerreír de Europa, dando tal puntilla a la economía que provoca que aceptar un botín falso sea la única salida.
Una idea que parece muy sencilla pero que dentro de ‘La Casa de papel’ funciona a varios niveles. Por una parte es tremendamente consecuente con el modus operandi del profesor, proponiendo justo el inverso que el anterior. Si en vez de sacar dinero falso creado de forma “oficial” y válida, el plan aquí es tan sencillo como introducir oro de latón para quedarse con el verdadero. Con una diferencia, hay un trato con el estado que le supone dejarse robar y encima sacar a los atracadores entre algodones. Una vez sacado el tesoro, el plan de salida siempre había sido ese.
Además, el trato tiene doble cláusula, no solo sirve para quedarse el oro, sino para ganar una vida en libertad que suponga a la banda dejar de temer por su seguridad o que vuelva a pasar un secuestro como el de Río. Para esto sí necesitan recuperar el oro de verdad, ya que si les pasara algo, revelarían que el Gobierno tiene en realidad una reserva fantasma. Son varias piezas que encajan sorprendentemente bien y no dejan margen de acción. Una vez han sacado el oro, la posición de jaque mate es como las de verdad en el ajedrez, cuesta darte cuenta de que has perdido hasta que no revisas que no hay posibilidad de movimiento.
Las series de la crisis y la neopicaresca
El intercambio crea una tabula rasa coherente con el espíritu de ‘La casa de papel’, un relato de picaresca moderno que se autoreivindica como un producto internacional sin renunciar al carácter patrio. La serie es James Cameron y John McTiernan, pero también ‘Mortadelo y Filemón’ o ‘El tío Vázquez’, por lo que su clave final no puede ser más idiosincrática que dejar que el mundo fluya mientras en la reserva nacional duermen bajo el agua cientos de lingotes de latón con un pequeño baño dorado. No hay nada más ibérico que esto. Quizá sobrara la explicación del Lazarillo de Tormes a Tamayo, pero es posible que de otra manera no lo hubieran entendido en Estados Unidos o La India.
Una idea genial de guion que también pone de manifiesto la fragilidad de una economía basada en supuestos, en riquezas posibles, en depósitos fantasma, que, en plena burbuja de las monedas virtuales, no puede ser más relevante. Supone también un broche de oro (jé) al espíritu populista de la banda, una simpatía basada en el signo de los tiempos, en la resaca de una crisis que ha creado un tipo de ficción –el propio éxito de ‘El juego del calamar’ tiene una base similar– que confía en la falta de confianza de las clases medias y bajas en las instituciones y se representa bien en la serie con la similitud de las máscaras de Dalí con Anonymus.
‘La casa de papel’ es un fenómeno que ha sabido jugar sus cartas de conexión con el público desde el principio hasta el final, con una vocación lúdica envidiable, muy generosa y dedicada al espectador, cuyo tramo final no solo logra la faraónica tarea de completar un puzle de estructura complicadísima, realizando su truco de ilusionismo con precisión de ingeniero, sino que establece un statu quo entre todos los elementos que definen la serie (y lo español) tan inteligente y con sentido como el propio plan maestro del profesor.
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