Es un cineasta que levanta tantas pasiones como iras —todavía recuerdo lo mucho que se le criticó aquél "I'm the king of the world" que vociferó al recoger el Oscar a la mejor película por 'Titanic' (id, 1997)— pero lo que es incuestionable es que sin su presencia el cine no sería hoy por hoy tal y como lo conocemos. James Cameron es una figura ineliduble al hablar de los cineastas cuyo paso dejará huella en la historia del séptimo arte, y en las próximas siete semanas daré buena cuenta de lo que sus ocho películas han supuesto en el devenir de la industria del cine desde los años ochenta.
Cameron es el realizador de las cifras y de las taquillas imposibles, el que a cada nueva cinta que rueda supera a la anterior en presupuesto y el que, habiendo conseguido pulverizar todos los récords habidos y por haber con 'Titanic' volvería a reordenar la taquilla, doce años después, con 'Avatar' (id, 2009). Tan sólo por eso, el director de origen canadiense merecería su entrada en el Olimpo de los cineastas más importantes de la historia, pero no sólo es el dinero el que lo ha llevado a estar dónde está.
Todas sus películas sin excepción —ya explicaremos lo que pasó con la segunda parte de cierto filme protagonizado por divertidos pescaditos— tienen una componente que las hace diferentes, un "sello Cameron" si así quisierámos llamarlo, que convierte a las dos entregas de ese cyborg venido del futuro, al enfretamiento entre un grupo de marines y una letal raza de extraterrestres, al encuentro en la tercera fase entre un albañil y una entidad del otro confín del universo, a la cinta de espías por antonomasia —y sí, no tengo rubor en afirmarlo—, al hundimiento más recordado de la historia y a la mejor película que se ha rodado en tecnología tridimensional en espectáculos soberbios que saben muy bien qué resortes tocar para llegar a todo tipo de público. Y eso es algo que no está al alcance de cualquiera.
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