Hay quien dice que 'Macbeth', acaso una de las más famosas y lineales tragedias que escribió William Shakespeare, fue escrita para honrar a Jacobo I de Inglaterra, quien ya había sido coronado como Jacobo VI en Escocia, y que reinó desde 1603 hasta su muerte, en 1625 en Inglaterra, claro está, e Irlanda. Es por eso que las fechas de la obra van de 1603 a 1607 y varían según el estudio o el historiador, siendo difícil localizarla en un año concreto. No es un problema exclusivo de esta obra, uno de los consensos de todos los académicos shakesperianos es que la datación es problemática también con el resto de su corpus dramático.
Lo que resulta seguro es que el Macbeth que fue impreso en el Primer Folio era uno por el cual habían pasado unas cuantas modificaciones. Cualquier lector curioso de la obra, se sorprenderá al leerla de cuan concisa resulta, incluso frenética, y que a diferencia de otras grandes tragedias de su autor, los personajes secundarios carecen de relevancia dramática. Desde el principio, el personaje al que da título la obra lleva el peso de la obra.
La obra comienza con la promesa. ¡Y en la promesa es donde empiezan todas las responsabilidades! Una de las razones por las cuales Macbeth todavía hoy resulta tan potente es porque comienza con una visión del futuro, un "viaje en el tiempo" casi: las Brujas prometen riqueza al protagonista. Así bastan tres frases para cambiarlo. Uso como referente la excelente traducción de Agustín García Calvo, rescatada en la reciente edición de Debolsillo, que cuenta con una selección de diversos traductores de lo más exquisita y variada (Frente a la habitual costumbre de editar toda la obra de Shakespeare bajo uno solo, tarea ingente y nada agradecida).
Así la primera dice: ¡Salud a ti, Macbeth! ¡Salud, barón de Glamis! Y la segunda: ¡Salud a ti, Macbeth! ¡Salud, barón de Cáudor! Y la tercera, finalmente: ¡Salud a ti, Macbeth! Serás un día rey. Y al oír estas palabras, Macbeth se carga de impaciencia, de futuro, de ansia, de ímpetu, si es que el futuro no es una mezcla de ansia, de ímpetu e impaciencia cuando se percibe o se tiene y responde curioso "esperad, adivinas a medias, y decidme más" y ellas se desvanecen. En ese momento comienza Macbeth a ser el personaje fascinante, oscurísimo y grandioso que dará paso a toda la tragedia. Atendamos a su pensar:
Dos verdades se han dicho por prólogo feliz para la acción bullente de este drama imperial. (Ah, gracias caballeros). ¿Puede esta sobrenatural solicitación ser mala? No. ¿Puede ser buena? No. Si mala, ¿por qué me ha dado las primicias de mi suerte fundándose en verdad?: ya soy señor de Cáudor. Si es buena pues ¿por qué me rindo a tentaciones cuya espantable traza eriza mis cabellos y hace a mi corazón batir con mis costillas contra uso natural? Horrores de presente menores son que horrendas imaginaciones; mi pensamiento cuyo asesinato aún no es más que un fantasma, tal sacude y turba mi puro estado de hombre, que el poder de obrar ahogado está en sospecha, y sólo es algo aquello que nada es.
Ha dicho Harold Bloom, el crítico shakesperiano por antonomasia, que Shakespeare nos enseña a como hablar con nosotros mismos. ¿Qué significa esto? Bien, significa que, por una parte, su elocuencia es útil: observad la belleza de las metáforas, el uso retórico, más evidente en el verso iámbico que usa en el original inglés. Pero también significa algo más importante, acaso metafísico, por eso da tanta importancia a su obra y la sitúa, con todas las ventajas y problemas que eso acarrea, en el centro del canon (occidental).: los personajes de Shakespeare tienen conciencia y dudan, conocen los claroscuros. Para quien no lo sepa, Macbeth trata de un hombre que ante la perspectiva o la profecía de ser rey, iniciará una matanza de sangre que terminará con su propia muerte, como no podía ser de otro modo.
Macbeth no es un villano, o al menos no es un villano al uso. Es un villano que, como leemos ahí arriba, quiere situarse en una nueva esfera de moralidad - por eso descarta que pueda ser mala o buena tal visión - pero que no puede negar la atracción, y es al mismo tiempo un raro ejemplo de pragmático, uno atrayente - "sólo es algo aquello que nada es" dice para explicar su deseo, su deseo de obrar y su deseo por encima de cualquier otra cosa.
Lady Macbeth en ese sentido no es un logro formidable respecto a otros grandes personajes. Es significativa por su silencio, pero el peso recae en Macbeth. Permitan ahora un viaje en el tiempo. Lejos de estas palabras, o tal vez menos, la carrera de Orson Welles no pasaba por sus mejores momentos cuando en 1948 convenció a la Republic para rodar una versión de la obra de Shakespeare, que ya había representado en su carrera teatral. Su versión teatral, no obstante, era distinta, más arriesgada, arraigada en una imaginería de vodoo que pese a que no fue rescatada en su versión cinematográfica si jugó un papel importante en los cambios respecto al original.
El 'Macbeth' (id, 1948) que nos ocupa es una película hecha con urgencia, hasta cierto punto inacabada y aún así, formidable. ¿Con qué plano se abre la película? La pócima. La fascinación por el hechizo. Las sombras y las figuras de las brujas. ¿Y cual es el objeto del Welles director respecto a su Macbeth? Sus ojos. Su mirada. De hecho, es un audacia estilística de un Welles cuyas fantásticas intuiciones permiten asistir, en directo, al espectáculo de un lector, intérprete y director shakesperiano cuya heterodoxia y comprensión del bardo nunca fueron en detrimento de su poderío cinematográfico.
El cambio más significativo de Welles es el de dar papel a las brujas. Aunque no recupera el vudú de su versión teatral, las deja asistir a la obra mucho más de lo que nunca estuvieron, incluso se personan al final para asistir al derrumbe de su Macbeth. Seguramente, para Welles las Brujas son distintas a las del texto shakesperiano: si allá eran sus palabras - porque son sus palabras y no sus maleficios lo que realmente resulta peligroso, por eso todavía hoy el dramaturgo es tan cotnemporáneo - las que surtían tan maligno efecto, a Welles le interesa todo cuanto simbolizan de culpa, tentación y mala conciencia.
Hay más cambios, por supuesto. Welles deja que su Macbeth escuche los desvaríos de Lady Macbeth, en su famosa escena de sonambulismo loco y frenético (al comienzo del quinto acto) y al permitirlo, la obra cinematográfica se llena de culpa, de muerte, de soledad. En un contexto de posguerra, y con un Welles a punto de iniciar su periplo europeo, estas palabras de Lady Macbeth se llenan de un alcance histórico fabuloso:
El barón de Faif tenía una esposa: ¿dónde está ahora ella? ¿Qué? ¿No van a quedar estas manos nunca limpias? ¡Basta ya de eso, mi señor, basta ya de eso! Lo echas todo a perder con estos espasmos.
Todo ello, por supuesto, culmina en un final donde Macduff matará de modo más explícito (y efectista) posible al protagonista, también distinto a las representaciones previas. La película contó con 23 días de rodaje, siendo el resultado poco menos que superlativo. Cargada de ritmo, filmada en los sets medio derruidos de la Republic, pero contando con una imaginativa fotografía de John L. Russell y un extraordinario reparto, con Jeanette Nolan como una estupenda Lady Macbeth, Dan O'Herlihy como MacDuff y Roddy McDowall como Malcolm. El film es extraordinario y por suerte, una conveniente restauración de gran parte de su accidentado metraje, llevada a cabo en 1980, ha provocado la rectificación feliz de un estamento crítico que pocas veces ha sido generoso o hábil leyendo los talentos de Welles y viéndolos en pleno esplendor.
Su película es veloz, llenísima de expresivos primeros planos en nada gratuitos, marcada por la sombra y por el conjuro, insistente, diabólica, misteriosa, vertiginosa y todavía un gran complemento al calor de unas palabras inmortales. Para quien no las recuerde
Mañana, y mañana, y mañana, avanza escurriéndose a pasitos día a día, hasta la sílaba final del tiempo computado, y todos nuestros ayeres han alumbrado, necios, el camino a la polvorienta muerte. ¡Fuera, fuera, breve candelilla! No es la vida más que una andante sombra, un pobre actor que se pavonea y se retuerce sobre la escena su hora, y luego ya nada más de él se oye. Es un cuento contado por un idiota, todo estruendo y furia, y sin ningún sentido.
No revisitaremos Macbeth hasta que un cineasta japonés la vació de todo verbo. Pero esa es otra historia.
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