He cruzado océanos de tiempo para encontrarte
Cuando medio mundo quedó encantado, y el otro medio no, con la vuelta de Francis Ford Coppola a la saga de ‘El padrino’, el famoso director ganador de cinco Oscars sorprendió con su siguiente proyecto, una adaptación de la mítica novela de Bram Stoker sobre el más conocido de los vampiros literarios y cinematográficos. La última adaptación oficial databa de 1979 a cargo de John Badham, y atrás quedaban las exploraciones de la Hammer, con Terence Fisher y Christopher Lee a la cabeza, y también las míticas creaciones de Tod Browning y F.W. Murnau, amén de un buen número de apariciones en películas no tan conocidas —hablamos de uno de los personajes de ficción más llevados a una pantalla de cine—, por lo que volver a un personaje tan tratado era, cuanto menos, curioso. Todo el mundo estaba expectante por saber si Coppola repetiría un fracaso del estilo de ‘Corazonada’ (‘One From the Heart’, 1982) —con el que comparte el hecho de haber sido rodadas íntegramente en estudio— o, por el contrario era un éxito.
‘Drácula’ (‘Bram Stoker´s Dracula’, 1992) terminó siendo uno de los más grandes éxitos de su director en una época en la que los avances en los efectos visuales empezaban a cobrar una gran importancia —recordemos que esta película está filmada entre ‘Terminator 2: el juicio final’ (‘Terminator 2: Judgment Day’, James Cameron, 1991) y ‘Parque jurásico’ (‘Jurassic Park’, Steven Spielberg, 1993), que todavía tienen el listón muy alto al respecto—. Coppola utilizó efectos bastante artesanales para así poder abaratar la producción, pues en Columbia no iban a dejar que se pasasen del presupuesto asignado, que al final quedó en unos 40 millones de dólares. El origen de la película se encuentra en el acuerdo que Winona Ryder y Coppola tenían por aquel entonces, debido a que la actriz no “pudo” protagonizar ‘El padrino, parte III’ (‘The Godfather, part III’, 1990) —fue sustituida por Sofia Coppola, para desgracia de muchos— y el director acordó con ella que le presentase un guión interesante en el que ambos pudiesen colaborar. Lo que en un principio iba a ser una miniserie de televisión dirigida por Michael Apted, terminó siendo la película que hoy todos conocemos. Afortunadamente.
La controversia con esta película surgió a raíz de su título original, ‘Bram Stoker´s Dracula’ —a punto estuvo de titularse ‘Francis Ford Coppola´s Dracula’, pero al propio director no le pareció una buena idea—, y de las declaraciones de su guionista James V. Hart —si echamos un vistazo a su currículum, comprobaremos que éste es el mejor trabajo de su carrera—, que aseguraba haber realizado una escritura totalmente fiel a la obra de Stoker. Absolutamente falso. Y ahí empezaron los problemas, pues numerosos fanáticos del libro, amén de literatos varios y autores teatrales conocedores profundos del original, aprovecharon para sacar sus colmillos y atacar sin piedad al film de Coppola, sin caer en la cuenta —ignorancia, lo llamo yo— que el medio cinematográfico posee herramientas muy distintas a las de la literatura. Además del hecho de que una cosa es la promoción de un film, y otra bien distinta el film en sí, prueba patente de que muchos espectadores juzgan una obra cinematográfica por cómo se la han vendido y no por lo que la obra es o les ha sugerido.
James V. Hart habló de más al afirmar esa fidelidad, pues a la vista está que no es así. Sin embargo eso no invalida para nada la película, la cual presenta unas novedades con respecto al original que también suponen una sorpresa al compararla con cualquier otra adaptación del mítico vampiro. Para empezar tenemos un prólogo, realmente fascinante, en el que vemos el origen de Drácula y su amor por su Elisabeta, su partida a la batalla y posterior reniego de la Iglesia, a la que representó siendo un feroz guerrero. Un prólogo lleno de fuerza en el que Coppola deja clara la intencionalidad teatral del relato, filmando una sangrienta batalla como si de sombras chinescas se tratase. Gary Oldman —en un papel para el que fueron considerados Andy Garcia, quien lo rechazó por el alto contenido sexual de la película, Gabriel Byrne, Armand Assante, Antonio Banderas, Viggo Mortensen y Jeremy Irons, quien a punto estuvo de iniciar rodaje—, Winona Ryder y Anthony Hopkins —que llega a realizar tres papeles en la película— protagonizan este pequeño segmento en el que se subraya el carácter romántico y sangriento de la historia. Amor y sangre unidos en un fatídico destino.
Destino que compartirán los mismos personajes siglos después. Oldman da vida a un Drácula envejecido a punto de trasladarse a Londres, y Hopkins y Ryder a personajes que bien podrían ser la reencarnación de Elisabeta —Mina Harker— o del hombre que condena el suicidio de aquella —Van Helsing—. Tres líneas narrativas que terminan confluyendo cuando Drácula en Londres deja mortales rastros de su existencia. El encuentro entre Mina y un Drácula completamente rejuvenecido gracias al poder de la sangre muestran a un Coppola muy inspirado que rinde homenaje al nacimiento del cine, el cual curiosamente coincidió con la publicación de la novela de Stoker. Imágenes del conde, cuya presencia parece recordar al Corleone de la saga más conocida de su realizador, paseando por las calles londinenses al ritmo de los fotogramas de un viejo cinematógrafo, y el posterior encuentro con su amada reencarnada poseen una fuerza arrebatadora que se repite en la escena del lobo, momento en el que Mina queda completamente fascinada por el conde, o la escena de la absenta, de una sensualidad y erotismo muy marcados. Al fin y al cabo ‘Drácula’ es una historia de amor y sexo.
Y siempre ha sido así, incluidas las versiones de Murnau, Browning o Fisher, a las que Coppola rinde sendos homenajes en diversos instantes del film. Pero esta vez se hace hincapié en el lado humano de Drácula, quien recordemos, fue humano una vez. Ese es otro de los aspectos que diferencian esta adaptación del resto. Drácula es un eterno enamorado entristecido, primero por la muerte de su amada, y luego enfurecido por el hecho de que la Iglesia, a la que tanto defendió, rechaza el alma de Elisabeta por haberse suicidado. Su maldición, provocada por él mismo, será vagar a través de los tiempos en busca de su amor perdido —la frase que inicia este texto me parece una de las más bellas jamás pronunciadas en una película, por todo lo que encierra y por ser un ejemplo perfecto de síntesis—, dejar muertes allá por donde pasa, encontrar a su amor, y con ello el perdón de Dios en un clímax lleno de lirismo. Nunca la muerte del vampiro más famoso de todos los tiempos estuvo tan cargada de belleza, y aunque los colores, y en parte los decorados, evocan a los mejores títulos de la Hammer, Coppola es capaz de crear algo nuevo con un material tan manido.
La música del polaco Wojciech Kilar, de gran épica en algunos momentos y terroríficamente íntima en otros, llena cada plano del film, y es capaz de transportarnos a esa especie de mundo onírico creado por Coppola, donde se funden cine, teatro y literatura con inusual equilibrio, algo que muy probablemente ha enfadado a los más puristas de cada arte. Nunca una actriz tan mediocre como Winona Ryder estuvo tan sensual y atractiva, Anthony Hopkins da vida a un Van Helsing tan temible como el conde Drácula, terriblemente conservador y puritano, y Gary Oldman hace la interpretación de su vida, logrando que sintamos al mismo tiempo fascinación y repulsión. Al respecto cabe citar la muy inteligente decisión de que Mina es la única, junto con el espectador, que ve al Drácula humano. El resto de personajes sólo lo ven como un viejo decrepito —Keanu Reeves, sin duda lo peor del film, dando vida a Jonathan Harker, en su visita al castillo en Transilvania, y cuya estancia es una muy barroca pesadilla—, o un monstruo, al que también da vida un Oldman lleno de maquillaje, obra y gracia de Greg Cannom.
Coppola se reunió con el equipo en su rancho, días antes de iniciar rodaje y entre otras cosas, obligó a los actores a una lectura de la obra de Stoker en voz alta, algo que les llevó dos días enteros. El famoso realizador quiso que sus intérpretes estuviesen perfectamente familiarizados con el material. El resultado, dejando a un lado alguna laguna narrativa —arreglada por la voz en off de Hopkins como uno de los narradores, algo que nunca gustó demasiado a Coppola— y el penoso trabajo de Reeves, es firme y por decirlo de alguna manera, vampirizador. Y he ahí uno de los grandes aciertos de Coppola realizador. Su puesta en escena logra una conexión única, y muy elegante, entre el poder vampirizador del cine —la escena de las sombras chinescas antes comentada— y su personaje. Porque ante todo no estamos ante el Drácula de Stoker, al cual sin duda reconocemos, sino ante el de Coppola, ante una reinterpretación del mito. Y nos ha seducido como lo haría el más grande de los vampiros, dejando claro que su existencia y su poder sólo tienen una razón de ser: el amor.
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