La precipitada huida de Roman Polanski, a inicios de 1978, dejando atrás para siempre los Estados Unidos, al ver que el juez Rittenband iba a incumplir su promesa de dejarle en libertad, puede que diera lugar, finalmente, a la que quizá sea la más bella película filmada por el director polaco en toda su carrera. Temeroso de ser detenido en Gran Bretaña, cogió otro vuelo nada más bajarse que le llevó a París. A pesar de encontrarse sin un duro, y en precaria situación personal, no tardó mucho en empezar a considerar un proyecto largamente ansiado, a instancias del productor Claude Berri, que se había hecho con los derechos de ‘Tess of the d’Urbervilles’, la novela de Thomas Hardy. Novela que diez años atrás le había hecho leer su difunda Sharon Tate con la esperanza de que él la dirigiese y ella la protagonizase.
Tras la que para muchos es la película de aroma más polanskiano, la notable aunque algo irregular ‘El quimérico inquilino’ (‘The Tenant’, 1976), que cerraba la llamada “trilogía de los apartamentos” (el londinense de ‘Repulsión’, el neoyorquino de ‘Rosemary’s Baby’ y el parisino de esta última, en los que transcurren tantas cosas tan importantes), muchos se sorprendieron de que Polanski se lanzara a por un material en un principio tan ajeno a su trabajo previo. La excelente novela de Thomas Hardy, publicada en 1891, cautivó a Polanski por el minucioso retrato de una época y un ambiente determinados, pero sobre todo por tratarse, una vez más, de una mujer (como Rosemary, como Sarah Shagal, como Evelyn Mulwray) en manos de los poderosos, incapaz de controlar su destino y de vivir libre. Atroz relato de pobreza, lucha y perdón, con el que Polanski alcanza la maestría absoluta.
Pese a que la historia transcurre en Inglaterra, por las razones arriba mencionadas Polanski buscó durante meses localizaciones en Normandía y Bretaña. Podemos decir que los parajes naturales escogidos son los más bellos e impresionantes de toda la carrera del realizador. El equipo filmó durante casi un año, moviéndose en caravanas como un grupo teatral, forjándose una gran camaradería. Esto se tradujo en una película necesariamente cara, pero para Polanski era esencial no sólo contar bien la historia, además dejar que el paso del tiempo se sintiera en la imagen, y para eso era imprescindible captar con la cámara el paso de las estaciones. La muerte, en pleno rodaje, del operador Geoffrey Unsworth, a los sesenta y cuatro años, les deja a todos destrozados. Se contrata a Ghislain Cloquet para terminar el trabajo, hasta ese momento excepcional, del fallecido. El proceso de revelado, montaje y sonorización fue una verdadera locura, dada la complejidad técnica del material. Cuatro salas de montaje trabajaron sin descanso al mismo tiempo para llegar a Cannes. Polanski tuvo que enfrentarse a su distribuidor norteamericano, nada menos que Coppola, para preservar su integridad artística (el Coppola productor parecía olvidar su eterna lucha con los productores…). Finalmente se estrenó con éxito en Europa, aunque las críticas no fueron muy entusiastas. Las que sí la elevaron a los altares fueron las críticas norteamericanas, curiosamente.
Sobre el perdón y la pobreza
Tras los títulos de crédito (que concluyen con un expresivo “To Sharon”...) tiene lugar la primera secuencia, que es un prodigio de puesta en escena. Un gran plano general en retroceso descubre un camino y un grupo de personas caminando por él (un plano que recuerda poderosamente al que abre ‘El baile de los vampiros’), plano que dará un giro casi completo perdiendo a las chicas que avanzan hacia el cruce de caminos, para recoger el paso del padre de una de ellas (Tess, por supuesto) que se cruza con el párroco local, teniendo ambos una conversación “casual” que cambiará para siempre el destino de Tess. Ese cruce de caminos (literal y metafórico) será el lugar donde Ángel, sin saberlo, conocerá a Tess pocos minutos después. Este gran arranque ya nos avisa del tempo narrativo, del estilo y de las intenciones del autor, nos presenta el condado en el que transcurrirá gran parte de la historia, y una minuciosa reconstrucción de la época (magistral diseño de producción de Pierre Guffroy, con dirección artística de Jack Stephens y maravilloso vestuario de Anthony Powell). En pocas palabras: un arranque inmejorable.
La casualidad, o el azar, o las pequeñas decisiones como detonantes de una reacción en cadena. Un efecto mariposa que arrasará la vida, siempre, de los más inocentes. Tess, como Edmundo Dantés, propiciará gran parte de su aciago destino debido a su ingenuidad y nobleza desarmantes. La bella Nastassja Kinski (que acababa de cumplir diecinueve años y era pareja del director desde hacía dos), hija del mítico Klaus Kinski, está perfecta como la hija del abyecto John Durbeyfield (un soberbio John Collin), una muchacha de baja extracción social que, sin embargo, se entera, por el borrachín de su padre, de que está emparentada con la noble rama de los d’Urberville, una familia de aristócratas. Los padres de Tess, que viven en la miseria, la instan a hacer una visita a sus familiares hasta que ella, reticente, accede. No sabe, claro, lo que esto significará.
La composición que Leigh Lawson hace del canalla de Alec d’Urberville podría ser uno de los retratos más feroces de la nobleza que se han visto en una pantalla. No sólo ha comprado su título (de modo que él no es un verdadero d’Urberville), además nada le importa salvo su propio placer. Es un ser profundamente inmoral. Pero en cuanto a su opuesto, es decir Angel Clare, interpretado con menos fuerza por Peter Firth, es todavía peor que él, pues siendo un proletario por decisión propia, y de aparente gran humanidad, acaba demostrando una doble moral aún más dañina (además de ser incapaz de perdonar, de comprender) que la inmoralidad de Alec. Tess es la protagonista de esta historia, quizá, porque ella puede amar verdaderamente, sin doble moral ni mezquindades, y sobre todo porque es capaz de un acto que es en sí mismo un milagro en el mundo: el perdón.
Roman Polanski narra esta historia con el que es, seguramente, el mejor trabajo de cámara de su carrera. No sólo, aunque también, en cuanto al trabajo lumínico, además en cuanto a planificación y encuadres. Por supuesto que los impresionantes parajes naturales ayudan mucho, pero es que hay planos, docenas de ellos, de una belleza (o una melancolía, según se mire…) indescriptible. El empleo del scope anamórfico es insuperable para lograr una profundidad de campo y una textura visual de gusto exquisito. La pericia y la creatividad en el uso de luces, de distintos colores, y sombras, es enorme: numerosas secuencias contienen planos en los que se ve el interior y el exterior, perfectamente diferenciados lumínicamente, y con numerosas y muy complejas fuentes de iluminación. Toda una maravilla.
Pero más allá de cualquier consideración técnica (y ‘Tess’ se merece las más grandes en ese sentido), Polanski filma su última obra maestra en muchos años. Habiendo realizado cinco películas por década tanto en los sesenta como en los setenta, comienza los ochenta sin poder volver a trabajar en Hollywood (donde de dos películas que dirigió, le salieron sendas obras maestras: ‘Rosemary’s Baby’ y ‘Chinatown’), exhausto física y anímicamente por el rodaje y la postproducción de ‘Tess’ (que lleva más de dos años), comienza una nueva etapa para el genio polaco. Pero su cine se resentirá notablemente. Siete años tardaría en volver a dirigir, y sería un verdadero fiasco. Hasta la llegada, en 2002, de ‘El pianista’, Polanski transitará por dos décadas muy por debajo de lo que es capaz, aún en filmes tan interesantes como ‘Lunas de hiel’ (‘Bitter Moon’, 1992) o ‘La muerte y la doncella’ (1994). Dicen que por fin acusó la pérdida de su esposa, su reclusión europea o su tortuoso pasado. Sea como fuere, consiguió recuperarse a tiempo. Y quizá quede ‘Tess’ como su gran obra maestra, la más lírica, amarga y hermosa de todas sus películas.
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