Recuerdo haber acudido al cine a ver 'El incidente' ('The Happening', 2008) aquel viernes de julio de hace siete años como el que se acerca de forma casual a las salas más cercanas un día de estreno a pasar un rato con el filme de relleno de turno y no con lo nuevo de un director que hasta entonces había conseguido conquistarme de forma plena con tres de las cinco películas que le había visto, quedándose las otras dos a cierta distancia de aquéllas —como hemos visto estos días atrás— pero fascinándome por momentos tanto como ellas.
Responsable de dicha indiferencia eran, primero, las críticas previas que llegaban del otro lado del charco; unas críticas que se estaban ensañando con la cinta en modos todavía más mordaces e intransigentes que con 'La joven del agua' ('Lady on the Water', 2006) y que dejaban claro que algo había en el filme que funcionaba rematadamente mal. En segundo lugar, el pésimo trailer, que parecía querer vender la película como una incursión de Shyamalan en el género de catástrofes y que anticipaba el horror que iba a ser aguantar a Mark Whalberg de protagonista —atención por favor a la cara del actor en el minuto 1:40 del avance, ¿sólo a mi me recuerda a ésto?.
Con todo, y aunque la indiferencia era la actitud que predominaba sobre otras disquisiciones antes de que se apagaran las luces de la sala, en algún rincón guardaba un pequeño resquicio de esperanza sobre el posible reencuentro con el mejor Shyamalan. Una esperanza que quedo obliterada toda vez la cinta trascendió tanto sus inquietantes créditos iniciales —otra vez James Newton Howard haciendo su trabajo a las mil maravillas— como los tres minutos y medio que le siguen a continuación. 210 segundos mal contados que, a la postre, son casi lo único que vale la pena de la hora y media de metraje sobre la que se prolonga en exceso la estirada anécdota que es el guión.
Inexplicable cambio de rumbo
Añadiendo a la truculenta efectividad de ese puñado de segundos todos aquellos momentos en que Shyamalan pone en imágenes los efectos de la devastadora fuerza que va acabando sistemáticamente con todos los humanos que aparecen en pantalla, resulta muy significativo del brusco giro que da aquí la filmografía del cineasta estadounidense el que, en aras de epatar al espectador con la ingeniosa crudeza de las muertes, el artista abandone la sutileza que hasta entonces había sido característica fundamental de su estilo.
De acuerdo, de cuando en cuando seguimos reencontrándonos con el Shyamalan que se hacía grande en lo que se sugería fuera de plano —y aquí el ejemplo más evidente es el de esos disparos que indican el deceso de uno de los grupos—, pero que el talante fundamental de 'El incidente' sea el de caer en el morbo fácil, termina por convertir al artesano de la insinuación en un cineasta burdo y sensacionalista que reacciona aquí en exceso ante la indiferencia que levantó su anterior producción entre el público, traicionando su personalidad en aras de la búsqueda de una mayor repercusión crítica y comercial.
Irónicamente, la jugada se queda lejos de funcionar, y esos contados instantes en los que Shyamalan deja de ser Shyamalan quedan ahogados en un conjunto inane, insípido y por momentos insoportable que nunca parece tener claro hacía dónde se dirige, que queda marcado a fuego por un insufrible halo de casualidad y que, debido a éste, imprime en el público una indiferencia completa hacia todo lo que sucede en pantalla en términos generales y, por supuesto, hacia lo que pueda ocurrirle al trío de actores que encabezan el reparto.
'El incidente', temed al viento
Tanto es así, tan lejos queda 'El incidente' de conseguir que empaticemos lo más mínimo con Mark Whalberg, Zooey Deschanel o John Leguizamo, que desde el momento que los vemos aparecer en pantalla —la presentación de Deschanel y su trabajo durante toda la cinta no puede ser más ridícula y lamentable— deseamos con intensidad que esa fuerza desconocida que altera los mecanismos de autodefensa del cerebro provocando en hombres y mujeres la imperiosa necesidad de acabar con sus vidas, haga lo propio con la terna o, por extensión, con cualquiera de los lamentables personajes que desfilan por el metraje, y de término así a nuestro sufrimiento.
Sin contar pues con uno de los puntos de apoyo que mejor había sabido cuidar hasta este momento en su cine, Shyamalan se muestra notoriamente incapaz de enhebrar un guión que escape a la sensación de haber sido construido de forma aleatoria alrededor del puñado de esas impactantes escenas sueltas de las que hablábamos antes. Contando de nuevo con la constante de un amor que nunca ha sido más ridículo que aquí, lo errático y poco interesante del devenir de la acción tiene su máximo exponente en el PEOR último acto que ha tenido cualquiera de los filmes del cineasta y el más disfuncional clímax de cuantos le hemos podido ver hasta la fecha.
Errática como esa encarnación del poder de la madre naturaleza que es el amenazante viento que va acabando de forma sistemática con (casi) todas las vidas que se interponen en su camino, la llegada a la casa en la que se desarrolla el tramo final de la proyección, el personaje que allí habita, el muy forzado "mal rollo" que transmite y lo fútil de su inclusión —pues nada aporta a la trama—, no son más que el reflejo evidente de que Shyamalan no tenía ni pajolera idea de cómo dar puntadas al deshilachado tejido de una historia que se le escapa de las manos desde el minuto uno.
Ante tal dechado de carencia de virtuosismo cinematográfico, hasta el score de Newton Howard parece afirmar, por su desganado discurrir —más allá de los créditos iniciales y la música que acompaña al clímax— que del genio que el cineasta había detentado en el pasado no quedan sino las ascuas, y que éstas son de todo punto insuficientes para inspirar una partitura que eleve las impresiones finales sobre el filme. Un filme que, huelga decir, es el punto más bajo e inmemorable de la trayectoria de un M. Night Shyamalan al que todavía con su siguiente producción seguiremos observando discurrir por cenagosos y despersonalizados territorios.
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