'Señor Manglehorn', señor Pacino

'Señor Manglehorn', señor Pacino

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'Señor Manglehorn', señor Pacino

‘Señor Manglehorn’ (‘Manglehorn’, David Gordon Green, 2014) supone una nueva muestra de una de las dos caras de su director. Por un lado films más pequeños, por así decirlo, intimistas algunos de ellos, caso de ‘Undertow’ (id, 2004) o ‘Joe’ (id, 2013), estrenada el año pasado, con una interpretación a tener en cuenta de alguien tan vilipendiado como Nicolas Cage; por el otro comedias, algunas con un par de chistes logrados, otras para olvidar, y bajo la sombra del nuevo gurú del género, Judd Apatow.

Ni que decir tiene que me parece mucho más interesante el lado serio, mucho más inspirado aún con sus imperfecciones, que el otro que le empareja con uno de los casos más incomprensibles, para mí, del cine moderno, el de Apatow y sus conservadoras y tendenciosas producciones. ‘Señor Manglehorn’ además nos ofrece una de esas interpretaciones gloriosas de un actor que ha hecho como los vinos, Al Pacino, demostrando que se encuentra en una etapa gloriosa, a nivel artístico. Él es la película casi por entero, apoyado en ciertos instantes de un elenco de secundarios que también se entregan.

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(From here to the end, Spoilers) Pacino da vida al Manglehorn del título, un hombre mayor, dueño de un negocio de llaves, con una difícil relación con su hijo Jacob –un Chris Messina que se esfuerza por perfilar un personaje no del todo bien escrito−, y por otro lado se encuentra absorbido por una profunda melancolía y nostalgia debido a una mujer de la que se enamoró hace muchos años y dejó marchar. Es el recuerdo de dicha mujer lo que día tras día le carcome, en una especie de resentida reflexión en una etapa en la que cualquier ser humano se plantea que ya no le queda mucho más en el mundo.

Con el único apoyo de una gata que posee, y que proporciona instantes de ternura al film señalando la compañía que una mascota puede hacer a alguien antisocial la mayoría de las veces, Manglehorn tiene una vida anodina, en un piso desordenado, siempre con aspecto desaliñado, pero que tendrá, al principio sin darse cuenta de ello, una nueva oportunidad, cuando logra una cita con la cajera que le atiende los viernes. Dicho personaje da la oportunidad a Holly Hunter de estar a la altura del que se come toda la función robando todos y cada uno de los planos.

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Puertas

Dicho encuentro supone la espina dorsal del film, aquel en el que Manglehorn, sin querer, incomoda a su acompañante con el recuerdo de otra mujer a la que quiso como a nadie. Prácticamente una humillación no intencionada en una secuencia basada en dos elementos de peso: la voz, desgarrada, con el poso de la experiencia en ella, de Pacino, y el silencio de Hunter, cambiando paulatinamente la expresión de sus rostro mientras escucha al hombre enamorado de un fantasma del pasado. Voz y silencio no enfrentados, sino compenetrados. El silencio respondiendo al sonido.

Es cierto que David Gordon Green se pierde en algunos momentos en lo que a puesta en escena se refiere. Me resultan molestos, por efectistas, y demasiado vulgares, algunos flashes visuales que parecen sacados de películas del peor Tony Scott, también un montaje confuso que alterna ataques de ira del personaje central con otros instantes, o la superficialidad de algunos pasajes frente a otros claramente más profundos. Quizá Gordon Green filmó un film más corto de lo necesario, o quizá se quedaron cosas en la sala de montaje, en cualquier caso se aprecia cierto desequilibro en cuanto a todo lo que rodea a Manglehorn.

Afortunadamente un Al Pacino, con toda la experiencia que tiene a sus espaldas, habiendo participado en films míticos, y con directores imprescindibles, nos regala toda una lección de interpretación, alejada de tics, de histrionismos varios, vistiendo el personaje no sólo con su voz, profunda y dolorosa, sino con gestos y miradas que alcanzan lo sublime, llegando a transmitir con su sola presencia toda una gama de emociones que respiran verdad. Y un acierto de guion: la profesión del personaje, alegoría sobre la vida y las puertas que uno debe abrir o no. Y también de las que se deben cerrar para siempre.

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