Todo músico que se precie de serlo no olvida jamás dos instrumentos. Uno es el primero que tuvo, con el que decidió, obligatoriamente o por motivaciones propias, aprender a tocar, a interpretar música; otro es aquel con el que, pasado un tiempo, el músico encuentra su sonido, no se trata del mejor instrumento del mundo, sino de aquel que en cierto modo es una extensión de sí mismo —algo en lo que están de acuerdo todos los músicos—, con el que ha encontrado su forma de expresarse. Ese instrumento es prácticamente su vida, su alma, si uno quiere decirlo así.
¿Y por qué digo esto? Pues porque el elemento más interesante de una película como ‘Ricki’ (‘Ricki and the Flash', Jonathan Demme, 2015) se encuentra precisamente en ese punto, que pasa casi inadvertido aunque da pie a la mejor secuencia de la película, donde por supuesto suena una de las canciones interpretada por una inspirada Meryl Streep, en la excelente recopilación de temas conocidos que el film posee. Un film predecible, tópico, sin grandes sorpresas, que camina por senderos más que trillados, y que en muy poco recuerda al Jonathan Demme que se hizo mundialmente famoso con una película-isla en su filmografía.
Ricki es una vieja rockera que lleva la música en sus venas. Separada y madre de tres hijos, hace tiempo que no les ve, prácticamente se puede decir que no le importaban mucho, su vida, su verdadera vida está sobre el escenario, viviendo de viejos sueños, con viejas canciones y animando a los clientes del bar en el que toca, todos de cierta edad ya. Una llamada de su ex marido —interpretado por Kevin Kline— hará cambiar las cosas lo suficiente, sin por ello renunciar a lo más importante de su vida, a lo que mejor sabe hacer: cantar. Como muchos músicos tiene considerables problemas económicos, sobre todo cuando las nuevas audiencias prefieren otro tipo de música, otros ritmos, otras letras.
El músico y cantante Rick Springfield da vida al guitarrista de la banda de Ricki (Streep) de quien también es amante con etiqueta dudosa. Toca una guitarra Gibson SG, modelo fabricado en la década de los sesenta, con variaciones en el modelo Gibson Les Paul, y que durante los años setenta fue toda una revolución. Eric Clapton, George Harrison, Jimmi Hendrix o Marilyn Manson son algunos de los músicos que utilizaron dicho modelo. Greg (Springfield) ama esa guitarra como a nadie, pero tal vez no más que a Ricki, compañera de carretera y puede que musa. Una mujer que no tiene dinero para asistir a la boda de uno de sus hijos.
En una de sus actuaciones Ricki observa que Greg está tocando su vieja guitarra amarilla, la cual odia, tal y como se lo subraya ella durante el concierto. Greg ha vendido la guitarra, la Gibson SG, uno de sus sueños. Y cuando ella le pregunta por qué, él la mira sin decir nada porque la respuesta es clara, y contundente. La ha vendido para pagarle el billete a ella, a la mujer que ama más que a nada, y ahí es cuando demuestra ser un músico de verdad, un auténtico rockero, tocando su guitarra menor como si fuese la mejor del mundo, sacándole el sonido del orgullo, transmitiendo esa extraña sensación de haber hecho lo correcto. El tema es ‘Drift Away’ de Mentor Williams, y Ricki y Greg lo interpretan mejor que nunca, ella sabiendo la importancia del acto de Greg, y éste con la mayor satisfacción de su vida.
Es un momento emotivo, sutil, que casi pasa desapercibido entre tanto tópico de una película en la que Jonathan Demme parece, por momentos, querer regresar a sus inicios, y en el que Diablo Cody está menos inspirada que otras veces. Una película en la que casi todo resulta demasiado fácil, y que como dice Zorrilla produce una indiferencia absoluta. Pero la citada secuencia es un oasis en el desierto de la mediocridad, ambos actores están fantásticos con sus miradas de complicidad y Meryl Streep demuestra, una vez más, lo bien que se lo pasa actualmente.
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