Desde el primer momento que conocí a ese chaval, lo he respetado. Lo aprecio muchísimo, y me encanta lo que su vida le ha dado. No creo que haya habido ningún mal momento entre nosotros en todo el tiempo que hace que nos conocemos. Richard Donner sobre Steven Spielberg
A pesar de los muchos problemas que estaba teniendo para refinar el montaje final de ‘Lady halcón’ (‘Ladyhawke’, 1985) y de sentir que las pegas que Warner interponía constantemente no eran sino la señal inequívoca de que iban a maltratar a su querida producción de cara al estreno —cosa que, desgraciadamente, terminaría haciendo la major—, el buen humor de Richard Donner y sus ganas por intentar dejar atrás los sinsabores de sus más recientes filmes no disminuían ni un ápice. Con un optimismo que, según sus colaboradores, “siempre ha sido contagioso”, el cineasta se encontró casi de bruces con su siguiente proyecto de manos de un antiguo amigo. Un tal Steven Spielberg.
Los niños de Goon
En 1984 Spielberg ya era considerado como el Rey Midas de Hollywood, y si con ‘Tiburón’ (‘Jaws’, 1975) había inventado el concepto de blockbuster, después lo había refinado hasta llevarlo a cotas inimaginables con ‘E.T, el extraterrestre’ (‘E.T, the extraterrestrial, 1982) o las dos entregas de la saga de Indiana Jones. Y aunque no a la misma altura que su colega de profesión, el haber encadenado dos de los mayores éxitos de los setenta aún permitía a Donner detentar el puesto de director de clase A. Pero no siempre había sido así.
Donner y Spielberg se habían conocido en un bar de sushi californiano en 1973 cuando el segundo se presentó al primero como un gran admirador de su trabajo en ‘Dimensión desconocida’ (‘The twilight zone’,1959-1964) confesándole que su episodio favorito de la serie de Rod Serling había sido ‘Pesadilla a 20,000 pies de altura’ —un episodio que reversionaría George Miller de forma magistral para la versión cinematográfica que Spielberg había producido en 1983—.
Desde entonces, ambos cineastas habían flirteado con la posibilidad de colaborar en un proyecto, co-produciendo un filme que uno de ellos dirigiría. Con Spielberg volcado en los prematuros intentos de hacer un cine más “serio” que fueron ‘El color púrpura’ (‘The color purple’, 1985) y ‘El imperio del sol’ (‘Empire of the sun’, 1987), sería Donner quién finalmente se sentaría en la butaca del director para filmar ‘Los niños de Goon’ una aventura en la que varios amigos adolescentes se embarcan en la búsqueda del tesoro perdido de un pirata llamado Willy el Tuerto y que el primero había ideado dejando la labor de escribir el guión a su protegido Chris Columbus.
Un padre para una familia improvisada
Ya lo decía anteayer en la entrada de este especial correspondiente a ‘Lady Halcón’: si importante es su labor tras las cámaras, más relevancia ha comportado siempre en la trayectoria de Richard Donner el saber crear un ambiente distendido en los rodajes, y eso es algo que todos los actores con los que ha trabajado a lo largo de su carrera le han alabado hasta la saciedad.
Tras pasar cientos de horas en incontables audiciones para encontrar al reparto perfecto de cara a la película, la ansiedad había hecho presa tanto de Spielberg como de Donner, y fue sugerencia de aquél, para aliviar algo la carga que sobre ellos pesaba, que Corey Feldman y Ke Huy Quan, con los que ya había trabajado antes, encarnaran a Bocazas y Data. Más difícil fue, no obstante, la elección de Mikey, el chaval asmático líder del grupo que sueña con salvar a sus padres de la bancarrota y que, después de una audición en la que no paraba de soltar “¡Oh, joder!” cada vez que se equivocaba, fue a parar a Sean Astin.
El actor que años después interpretaría al Sam de ‘El señor de los anillos’ (‘The lord of the rings’, Peter Jackson’, 2001) recuerda que, para calmar los nervios que le atenazaban, “Dick se levantó de detrás de la mesa, se arrodilló a mi lado, me puso un brazo alrededor de los hombros y me dijo ‘Sé que puedes hacer esto, sólo tienes que relajarte’…la ansiedad desapareció de un plumazo”.
El espléndido reparto de la cinta se completaría con la adición de un inexperto Josh Brolin, el hallazgo que fue Jeff Cohen como Gordi —un actor que le debe muchísimo a Donner, al que considera como a un padre—, el contrapunto adulto y cómico que encarnaron a la perfección Robert Davi y Joe Pantoliano, o la polémica personalidad que era el inolvidable Sloth, interpretado por John Matuszak, un ex-jugador de la NFL con cierta tendencia al abuso de alcohol y las drogas.
Para tener al equipo de actores infantiles controlado, Donner alquiló en Astoria —la localidad donde tuvo lugar el grueso del rodaje— un motel completo para tener bien vigilados a unos chavales que, tras una semana, “habían pasado de ser completos desconocidos a convertirse en auténticos hermanos, con todo lo bueno y lo malo que ello implica”; hablando la camaradería fraternal que se creó de forma casi instantánea, tanto de lo acertado del reparto elegido por los dos cineastas como de las innatas capacidades de Donner para favorecerla y alimentarla.
Patriarca paciente y considerado, y sabedor de que el éxito del filme dependía en buena parte de lo que no se plasmara en celuloide, Donner tuvo que armarse de paciencia ya en las cuatro semanas de rodaje en Astoria, con escenas en las que cada actor miraba a un sitio diferente y decía las frases de otro, ya en los estudios en Burbank, lugar que exacerbó las bromas, los juegos y el caos que ya se había visto en exteriores hasta límites insospechados.
Pero Donner “nunca perdía la sonrisa”, recuerda Kerri Green, una de las dos chicas del filme, “y eso hacía —continua—que siempre terminaras queriendo dar lo mejor de ti”. Quizás el mejor ejemplo de cómo el cineasta sabía cuál era la manera más óptima de extraer la grandeza de sus intérpretes es lo que Sean Astin cuenta alrededor de la escena del ático en la que les traslada a sus amigos la leyenda de Willy el Tuerto:
En el guión original iba a ser uno de los hermanos Fratelli el que se encargara de contar la historia, pero no tenía la resonancia emocional que Dick quería para la escena. Quince minutos antes de que comenzáramos a rodar la escena me cogió y dijo ‘Sean, te voy a contar una historia. Quiero que la escuches con atención y, cuando haya terminado, quiero que me la cuentes tú a mi’. Así lo hizo y era como una página y media de diálogo, y si yo la hubiera memorizado se habría notado en la escena mientras trataba de recordar las frases exactas pero, al tener que relatarla con mis palabras, funcionó a la perfección.
Un parque de atracciones insuperable
Hablar de ‘Los Goonies’ es hacerlo de una de las películas que marcaron a fuego a toda una generación de jóvenes cinéfilos hace casi treinta años: todavía recuerdo las inmensas colas que títulos como éste, ‘Regreso al futuro’ (‘Back to the future’, Robert Zemeckis, 1985) o la citada ‘E.T’ provocaban en uno de los cines de mi ciudad natal, un edificio exento que ocupaba una manzana completa al que la hilera de chavales ansiosos de vivir grandes aventuras daba la vuelta completa.
Cine de aventuras bigger-than-life, ‘Los Goonies’ atrapaba —y lo sigue haciendo con la misma o mayor intensidad que hace tres décadas— desde su magnífico arranque para no soltarte durante dos horas de proyección que para un niño de diez años supieron a nada: con el preciso trasfondo aportado por el asombroso tema compuesto por Dave Grusin, que ha quedado como lo mejor que escribió para el cine el compositor, la presentación inicial de los jóvenes que estaban a punto de vivir la mayor aventura de sus vidas es una de esas secuencias que uno siempre llevará en el recuerdo.
Igualmente estarán presentes la inigualable química que había entre los cuatro niños protagonistas, el constante e imperecedero humor del que hace gala todo el filme, las “tuampas” diseminadas por todo el recorrido subterráneo que fueron diseñadas por un Donner imbuido en el espíritu de las máquinas de Rube Goldberg, y, en términos más generales, ese sentido de la maravilla que rodea toda la narración y queda plasmado de forma brillante en las caras de los actores cuando ven por primera vez el barco pirata —unas expresiones que son completamente reales, ya que Donner no permitió a los chavales ver el navío hasta el momento en el que se giran—.
Bajo el escrutinio del cinéfilo adulto, el que lleva seis lustros revisando año sí, año también el filme, ‘Los Goonies’ sigue revelándose como un clásico del séptimo arte por el que no pasa el tiempo: más allá de lo anecdótico de las canciones de Cindy Lauper o de los atuendos de la época, la cinta mantiene incólumes sus amplios valores cinematográficos, que van desde el fantástico montaje de un Michael Kahn que se las vio y deseó para sacar algo en claro de la diversión constante que eran los rodajes, pasando por la modesta labor del equipo de efectos visuales —la cinta sólo tiene ¡dieciocho tomas! de trucajes— hasta llegar a la preclara narrativa de Donner, una constante en un cineasta que, aquí más que nunca, demostraba que su amor por el cine era tanto o más grande que el niño que siempre ha llevado dentro, un niño que sigue hablándonos hoy con igual intensidad y que es muy probable que siempre siga haciéndolo.
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